Los Reyes Católicos tuvieron cuatro hijas y un varón, Juan, que rápidamente fue jurado como Príncipe de Asturias. El parto en 1478 fue asistido por una partera sevillana, conocida como La Herradera debido al oficio de su marido, a la que Isabel ordenó que apagara los candelabros de la estancia para tener más intimidad. La ciudad del Guadalquivir celebró un natalicio tan importante con una justa y con la lidia de veinte toros a cada cual más bravo.
Por abc.es
Pero, a pesar de la alegría, el cronista Hernán Pérez del Pulgar reparó en un mal vaticinio: «Entre la solemnidad del bateo y la de la misa de purificación se interpuso un eclipse de sol». Y es que el niño no era tan hermoso ni sano como hubieran deseado los Reyes. La venida al mundo del príncipe se había adelantado cuatro semanas y, en consecuencia, el bebé estuvo por debajo del peso habitual. Un labio leporino le impedía hablar correctamente y su constitución lo hacía endeble como el barro. Comía con dificultad, vomitaba con frecuencia y a menudo se desmayaba.
Nadie apostaba demasiado por una longeva vida para el príncipe en un tiempo donde apenas la mitad de los niños llegaba a los veinte años. Trataron de tonificar su cuerpo con extracto de tortuga y pollo para endurecer su caparazón. Su ama, Juana de la Torre, que sería como una segunda madre, preparaba para la criatura un jarabe medicinal hecho con miel y agua de rosas que era mano de santo. Cristóbal Colón, bien relacionado con la ama, le pidió una buena dosis de esta «miel rosada» para proveerse en sus viajes.
Juan, rubio y delicado, fue siempre «mi ángel» para Isabel. Los Reyes no escatimaron en gastos para la educación del príncipe llamado a unir definitivamente los reinos de Aragón y Castilla. La contabilidad real revela que solo en zapatos gastaban 55 pares al año. Así y todo, la austeridad era una lección fundamental para cualquier hijo de Isabel. Con ocho años, su madre le recomendó no tener las arcas de su cámara llenas de ropas y lujos, de modo que un día al año le pedía repartir sus piezas más valiosas entre los criados.
La educación humanista, muy del gusto en la época, estuvo orquestada por fray Diego de Deza, un dominico maestro en Teología de la Universidad de Salamanca que ejerció la figura medieval del sabio y piadoso consejero que tutela al príncipe en los asuntos morales, mientras otros maestros se encargaron de adiestrarlo en el arte de la esgrima, la equitación y el uso de la ballesta o del arco para cazar. Las letras, la ciencia, el baile, la cetrería ocupaban parte de un programa digno de admiración en las cortes europeas y que por algo fue objeto de imitación cuando Carlos de Gante estableció medio siglo después para el aprendizaje del futuro Felipe II.
Un futuro diseñado al detalle
El resultado de la suntuosa formación fue un chico apacible, de gestos corteses, gran memoria, amante del arte y la poesía. A juzgar el milanés Mártir de Anglería, tenía los tres dones naturales que hacen a los hombres consumados y perfectos: la agudeza de ingenio, la memoria y la grandeza de alma. Sin embargo, tanta disciplina dio lugar a un carácter un tanto inapetente. Los Reyes repararon en que con dieciocho años tenía la iniciativa de un niño de siete, siendo demasiado obediente y sin el afán de desafiar a los mayores que traen equipados de serie los jóvenes a esa edad. Pudieron haberle ordenado ser menos obediente, que seguro que se hubiera esforzado por cumplir la orden, pero de poco hubiera servido.
La casa del Príncipe de Asturias se fijó de forma permanente en el Palacio de los Mendoza de Almazán, villa soriana que se le concedió al príncipe. Los Reyes le encargaron impartir la justicia local para que se curtiera en el arte de gobernar y le armaron caballero durante la Guerra de Granada para que, al mando de un centenar de cruzados, hiciera sus primeros pinitos en los campos de batalla. Se veló, eso sí, por que los miembros de su casa fueran castos y que hubiera alrededor del muchacho el mínimo necesario de mujeres. Algunos de los más importantes nobles de Castilla y sus hijos custodiaron a Juan en esos años de aprendizaje.
Con la intención de aislar a Francia, Fernando cerró un acuerdo con Maximiliano de Habsburgo, cabeza del Sacro Imperio Germánico, para casar a Juan y Juana con sus hijos Felipe y Margarita, herederos de la casa de Borgoña. Si bien Juan era un príncipe bien educado, Margarita no se quedaba atrás. Esta princesa culta y de un notable atractivo acogió con alivio el enlace, puesto que había permanecido hasta 1493 viviendo en Francia a la espera de cumplir la edad necesaria para casarse con Carlos VIII, que le sacaba casi diez años y unas cuantas cabezas de fealdad. La impaciencia del rey galo, que no podía estar sin heredero, lo llevó a anular el enlace, no consumado, para casarse con la duquesa Ana de Bretaña, con quien Carlos sí podía compartir lecho. Margarita vivió con humillación el nuevo matrimonio y quedó en la corte francesa como una ameba.
A su feliz regreso a los Países Bajos le fue comunicado un nuevo acuerdo matrimonial: Juan apareció en su vida. Los cronistas coinciden en la buena impresión que causó en España Margarita, que poseía una belleza delicada, una cabellera rubia y unos ojos levemente rasgados. «Si la vierais, creeríais contemplar a la mismísima Venus», avisó Mártir de Anglería. Estos mismos testigos masculinos se rindieron ante la calidad de su cutis y al hecho de que no usara ningún tipo de maquillaje.
La joven de ojos inesperadamente orientales fue escoltada por el Rey Fernando hasta Burgos, cuya catedral no le tenía nada que envidiar a las de París o Reims. La boda se celebró en el magno templo a primeros de abril de 1497 y se elevó como el evento más lustroso en la historia reciente de Castilla, incluyendo entre los invitados a Cristóbal Colón. Sumando todas las joyas regaladas, gran parte de ellas por la reina, se alcanzó la abrumadora cifra de 1.339 perlas medianas, 50 «perlas del tamaño de avellanas mondadas» y otras 48 «harto mayores».
Los invitados a la gran gala pasaron luego al palacio del Cordón perteneciente a los Velasco, donde, como si fuera un banquete nupcial moderno, los recién casados y los reyes cenaron en un estrado más elevado que el resto de señores. Terminado el festín, la hacanea que montaba el príncipe hizo un quiebro extraño y tiró al jinete a una acequia. No era buen vaticinio que el príncipe cayera así delante de su esposa, de los Reyes y de toda la corte, pero se entendió el accidente como una mera anécdota. Las risas taparon el susto y los novios se retiraron a que la siguiente cabalgada de la noche resultara un éxito. «Han consumado su matrimonio el ilustrísimo príncipe nuestro hijo y ella», presumió por carta un hinchado Fernando poco después.
Los príncipes podían haber vivido felices y comido perdices si no fuera por la viruela que Juan contrajo en Medina del Campo ese mismo verano. Al principio no se le dio la mínima importancia y, aprovechando una ligera mejoría, el séquito se trasladó hacia Salamanca, donde la ciudad obsequió a la pareja de recién casados con unas magníficas fiestas en el palacio de su antiguo tutor fray Diego de Deza. Juan se encontró tan fuerte como para ver una obra de teatro titulada ‘El triunfo del amor’, que terminó de levantarle el ánimo. Y puede que aún hubiera amor para Juan, pero no iba a gozar del triunfo.
Isabel y Fernando dejaron a su hijo a buen recaudo en Salamanca para acudir a la segunda boda de su hija mayor. Creían, como tantas veces en el pasado, que la cochambrosa constitución del príncipe absorbería los golpes. No fue así. Fray Diego de Deza avisó a mediados de septiembre a los Reyes de que Juan andaba «con el apetito perdido» tras sufrir violentas fiebres. El Rey viajó raudo a Salamanca, pero Isabel, que había quedado agotada tras el viaje, permaneció en la frontera con Portugal celebrando los festejos nupciales.
Camino de la tumba
Cuando lo vio con sus propios ojos, Fernando decidió ocultar a su esposa lo grave que estaba su ángel. Una mirada suya, penetrante, heladora, bastó para comprender que tras los días de placer suelen venir los de amargura. El príncipe reconoció a su padre que sentía cercana la muerte, y le rogó con gesto varonil que acatase los designios de Dios. Solo lamentó que su «dulce madre» no fuera a estar en el adiós.
El aragonés se complació en escuchar en su hijo palabras propias de un anciano y, no sin llorar como un niño, se resignó a verle morir el 4 de octubre de 1497. Falleció el príncipe de las Españas en brazos de su padre solo seis meses después de su boda con Margarita, a la que destinó sus últimas palabras: «A partir de ahora, mi alma habita dentro de ti». Hubo quien quiso vincular su amor extremo por ella con la causa de su muerte, pues muchos contemporáneos estaban convencidos de que el exceso de actividad sexual, motivado por los constantes y deseosos furores de su bella y joven esposa, habían impedido la recuperación completa de la salud del heredero cuando más necesitaba reposo.
«Tanto los médicos como el Rey aconsejan a la Reina que, de vez en cuando, aparte a Margarita del lado del príncipe, que los separe y les conceda treguas, pretextando el peligro que la cópula tan frecuente constituye para el príncipe», dejó escrito Mártir de Anglería. Sin embargo, Isabel replicó tirando de liturgia que «lo que Dios ha unido no puede ser separado por el hombre». Ella no era nadie para meterse en los asuntos de cama de su hijo, que probablemente murió de una tuberculosis que arrastraba desde la niñez.
Juan fue sepultado en la capilla mayor de la catedral de Salamanca, donde se pusieron tantas velas que hubo que traer cera de localidades próximas, y luego el cuerpo se trasladó a Santo Tomás de Ávila, bajo un mausoleo que lo mostraba con las manos desnudas, quitados los guanteletes en recuerdo a que no había muerto en combate. El duelo oficial en el reino duró cuarenta días, aunque el recuerdo de su pérdida sobrevivió a los años como señal de todas las expectativas fallidas que había colocadas en sus endebles hombres. A decir Mártir de Anglería, había muerto «la esperanza de Castilla». Fernando esperó para darle la noticia a su mujer en persona. La Reina cayó de rodillos y lloró con amargura, como lo hacen las madres que tienen la desgracia de sobrevivir a sus hijos.
Sin embargo, Castilla se secó pronto las lágrimas para volcarse en los preparativos del parto de Margarita, que en una suerte de milagro estaba encinta. El testamento de Juan reclamaba a sus padres que nada les faltara a su esposa y a su posible prole. No obstante, aguardando con ansiedad el acontecimiento, la corte acogió la peor de las noticias: «Margarita ha tenido un aborto en vez de la deseada prole. El parto esperado con ansias tan vivas no nos deparó sino una masa informe». Retirarse a un convento o volver a casarse, he ahí la cuestión para Margarita. Maximiliano eligió por ella y ordenó su regreso a Flandes. Se marchó con el pesar de haber perdido al amor de su vida y haber fracasado en la tarea póstuma que Juan le designó.