La vocación expansionista de China –luego de haber consolidado las reformas económicas que le permitieron al Partido Comunista redimir a centenas de millones de habitantes de la miseria en la cual los había hundido el régimen colectivista del líder de la revolución, Mao Zedong- se ha incrementado a partir de la segunda década del siglo XXI. Ese discreto actor internacional que era el Gobierno chino a comienzos del nuevo milenio, ahora actúa de forma cada vez más audaz y agresiva en gran parte del planeta. A través de la Nueva Ruta de la Seda, sus tentáculos se expanden de forma vertiginosa por África, Asia, el Medio Oriente y América Latina. Los chinos se asocian con antiguos aliados incondicionales de Estados Unidos, como Arabia Saudita, y llegan a acuerdos significativos con Brasil, la principal economía latinoamericana.
El respaldo simulado que Xi Jinping le ha dado a Vladimir Putin representa una de las razones por las cuales Ucrania, que ha contado con el firme sostén de Estados Unidos y Europa, aún no ha podido sacar de su territorio al ejército invasor ruso. Ese apoyo ha sido un poderoso factor que ha atenuado las derrotas militares de Putin y el fracaso de su estrategia en ese conflicto.
El régimen chino ha ido tejiendo de forma lenta, pero sostenida, una gigantesca coalición para competir por el liderazgo mundial con Estados Unidos, cuyos socios más importantes se encuentran en Europa, aunque con algunas fisuras como las mostradas por Alemania y Francia, dos naciones clave para contrarrestar la creciente influencia mundial de la nación asiática.
Además de la cercanía con Putin, con quien Xi definió un plan estratégico conjunto para las próximas décadas –documento firmado poco antes del inicio de la invasión a Ucrania en febrero del año pasado-, China se ha aproximado a Arabia Saudita, tradicional socio político y comercial de Estados Unidos. El gobierno norteamericano durante décadas se ha hecho el desentendido con los desmanes autoritarios de ese régimen teocrático, que aplasta los derechos humanos no solo de las mujeres, sino de todo aquel ciudadano o grupo que se atreva a desafiar la autoridad de los monarcas. En la última reunión de la OPEP, Arabia Saudita, en un claro desafío a los intereses norteamericanos, acordó disminuir la producción de petróleo del cartel con el fin de elevar los precios del crudo en los mercados internacionales, medida que favoreció a Rusia, nación que ha logrado sortear las sanciones impuestas por la Unión Europea y por EE.UU.
El otro giro sorprendente es el de India. El Gobierno del primer ministro Narendra Modi, convertido en una cruel autocracia hinduista, se ha ido alejando de Estados Unidos (y de la democracia) para acercarse progresivamente al déspota ruso, con lo cual también le hace el juego a Xi Jinping. Esa proximidad dio como resultado la creación del Nuevo Banco de Desarrollo (NBD) –financiado por los Brics (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica)-, dirigido por la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y concebido para contrarrestar la influencia del Fondo Monetario Internacional (FMI) –institución supuestamente controlada por EE.UU- y el dólar estadounidense.
De ese mundo surgido después de finalizada la Guerra Fría, la destrucción del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, va quedando muy poco. La democracia en el planeta ha perdido mucho terreno. Las regiones en las que se han establecido gobiernos represivos y dictatoriales aumentan de forma alarmante. Estados Unidos ya no es el centro hegemónico del poder mundial. Su autoridad está siendo cuestionada en gran parte del globo. El mensaje democrático, modernizante y laico que acompañaba esa supremacía, se ha ido desvaneciendo. Han resurgido los nacionalismos recalcitrantes y el fanatismo en múltiples formas.
En América Latina, la presencia de Cuba sigue siendo una vergüenza para el continente. El esquema instalado en la isla caribeña hace más de seis décadas forma parte de la tradición caudillista y agreste de la región. En los años recientes, a ese potrero se incorporó Daniel Ortega, fundador de una tiranía peor que la impuesta durante décadas por la dinastía de los Somoza. Las tensiones entre Washington y Managua obligaron, hace pocos días, al embajador norteamericano a abandonar Nicaragua. Este conflicto ocurre en la zona de influencia de Estados Unidos, porque Ortega decidió apoyarse en el pragmatismo de los chinos para apuntalar la arruinada economía nicaragüense.
En medio de este panorama se encuentra el régimen de Maduro. Estados Unidos necesita que en Venezuela se realicen elecciones libres, competitivas y supervisadas por la comunidad internacional, para que comience a resolverse la grave y prologada crisis vivida por la nación durante la década madurista. El Gobierno de Maduro forma parte del eje antinorteamericano y antioccidental promovido por China y Rusia a escala planetaria. Ese eje, en nombre del multilateralismo, fomenta el ataque a la cultura occidental, al Estado de derecho, al individuo, a las libertades en todos los órdenes y a la democracia.
Estados Unidos y Europa deberían retomar el papel de líderes mundiales que les corresponde. Fortalecer a los demócratas del globo favorece el camino.
@trinomarquezc