En las películas románticas un momento clave suele ser cuando el novio realiza su propuesta matrimonial con un anillo. A veces la joya aparece en medio de una cena íntima o viene con un pedido donde el novio se arrodilla. En algunas ocasiones los guionistas no incluyen un anillo pero sí una frase sensible que queda siempre en la memoria del espectador. Cómo olvidar el “Vine aquí esta noche porque cuando te das cuenta de que quieres pasar el resto de tu vida con alguien, deseas que el resto de tu vida empiece lo antes posible”, del final de Cuando Harry conoció a Sally.
Por Infobae
Pueden existir declaraciones de amor más espectaculares o más románticas, pero a ningún guionista se le ocurriría imaginar una escena donde el prometido realiza su propuesta matrimonial arrojándole a su novia por la cabeza una caja con el anillo de compromiso al grito de “Ey, tómalo”. Y sin embargo, fue el modo que eligió Juan Carlos de Borbón para comprometerse con Sofía de Grecia. Ella aceptó. Desde pequeña, su madre la había preparado para ser reina, la vida se encargaría de prepararla para soportar infidelidades y humillaciones.
Juan Carlos y Sofía se casaron un 14 de mayo de 1962. Cuando se conocieron en un crucero para royals, Sofía tenía 15, Juanito 16. A ella le pareció un “chico lindo y joven, simpático, bromista, e incluso un poco gamberro”. Él intentó hablarle, pero la comunicación fue imposible. Ella no hablaba español, Juanito no sabía una palabra de griego. Intentaron comunicarse en inglés. Sofía era bilingüe, Juan Carlos, no.
Sofía posó su mirada en Harald de Noruega, pero él estaba enamoradísimo de Sonia Haraldsen, con la que un tiempo después se casó. Juanito, en cambio, quedó fascinado con María Gabriela de Saboya, la hermosa hija del último rey de Italia, Umberto II. El español conocía a la italiana de cuando ambas familias vivían exiliadas en Portugal. Eran amigos de la infancia, compinches de la adolescencia, y fueron primeros novios de la juventud. Se querían, pero la relación no prosperó porque la familia de Juan Carlos consideraba a la candidata demasiado moderna: estudiaba Filosofía y en París.
Mientras Juan Carlos noviaba, Sofía seguía sola. En 1960 coincidieron en los Juegos Olímpicos de Roma pero Cupido siguió sin hacer su trabajo. Al año siguiente, el 8 de junio, en la boda de los duques de Kent, el protocolo indicó que Sofía y Juanito debían compartir mesa. “Le tenía por gamberro, pero esa noche me di cuenta de que tenía una hondura que no sospechaba. Al final me sacó a bailar, un fox lento. Bailamos despacito y en silencio”, recordaría ella. Al otro día pasearon por Londres, fueron al cine y tomaron té en el Savoy. La indiferencia pasó a ser atracción.
En septiembre Juan Carlos le lanzó una coqueta cajita al grito de: “Sofi, tómalo”. Dentro había un anillo de compromiso. “Amo a la princesa Sofía desde el primer momento en que la vi. Es una de las pocas mujeres que conozco capaz de llevar con toda dignidad una Corona Real”. De lo segundo nadie dudó, de lo primero, no tanto.
Apenas supo que el noviazgo iba en serio, el dictador Francisco Franco desaprobó a la candidata. “Ya sabe que no tiene que casarse con una princesa… Pues en España hay no pocas muchachas que, sin ser personas reales, merecen un trono”, dicen que le dijo al futuro rey español. El padre del novio tampoco estaba del todo convencido con esa muchacha que, aunque de familia real, no hablaba una sola palabra en castellano ni tenía idea de toreros, zarzuelas ni jamones. Sin embargo, le parecía la más adecuada para ser reina por eso solo le avisó a Franco de la boda cuando todo estaba acordado.
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