El elemento determinante de la estrategia económica de Maduro es que no hay estrategia. Discurre a tientas, dando tumbos en lo económico, con la esperanza de que la providencia venga al rescate. Encima se encuentra entrampado, como explicaremos más abajo. No olvidemos que el socialismo que Chávez le legó a Maduro se basa en el reparto, no en la actividad productiva como expuso Carlos Marx. Nada de “liberar las fuerzas productivas”; más bien, su parasitación. Si se definiese a los detentores de este curioso “socialismo” en función de cómo se relacionan con el proceso productivo –la metodología con que Marx elaboró su teoría–, serían terratenientes. Viven (¡y cómo!) de la renta de la tierra, en este caso, de la que se capta por la venta de crudo en los mercados internacionales, así como de exacciones que, al posesionarse a la fuerza y en exclusividad del territorio (Venezuela), les imponen a sus moradores. Invocando un cambio de cara al futuro –el socialismo, en el imaginario marxiano—estos “revolucionarios” han ido consolidando un arreglo más afín al feudalismo. Para completar, la soberanía, que “reside intransferiblemente en el pueblo”, fue usurpada por el eterno con el cuento de que “Chávez es el pueblo”. Como cuando la monarquía. Pero estos émulos trasnochados de pasados señoríos se caen a embuste autocalificándose de “revolucionarios”, denunciando al imperialismo y a la oligarquía, para encubrir su depredación. Y, desde las antípodas del socialismo pregonado por Marx, asumen sus categorías discursivas y los clichés de la mitología comunista, para aparecer del lado “correcto” de la Historia.
Chávez llevó hasta el extremo la cultura rentista del país. Cosechó la convicción, asumida por muchos, de que la percepción de rentas petroleras nos hacía ricos, por lo que nuestros problemas se debían a desaciertos, ineptitudes o corruptelas de quien estuviese en el poder. Pero, a diferencia de AD y Copei, que procuraban erigir una institucionalidad en la cual la renta contribuyese a financiar una batería de incentivos a la actividad productiva para así “sembrar el petróleo”, él y su designado a dedo se avocaron a destruirla –incluida la propia PdVSA, que “ahora era de todos”–, alegando que la “oligarquía” esquilmaba al pueblo. Beneficios (y pérdidas) de actividades mercantiles amparadas por el marco legal de la democracia representativa, si bien sujetas a ciertas intervenciones del Estado, fueron superados por las posibilidades irrestrictas de lucro profesando lealtad incondicional al líder y a la “revolución”, y tocando las teclas adecuadas. Estas nuevas “reglas de juego”, cuyos premios y castigos se basan en criterios políticos que moldean la conducta de los venezolanos, fueron plasmando una institucionalidad “de facto” que terminó por socavar la institucionalidad “de jure” explicitada en la Constitución de 1999.
El desmantelamiento progresivo del Estado de derecho por parte de Chávez fue expresión de una nueva correlación de fuerzas políticas, urdida con prédicas populistas orientadas a cosechar las expectativas frustradas y las esperanzas incumplidas en 40 años de democracia. Lo que prometía ahora era adscribirse a un movimiento que profesaba su lealtad a Chávez. Sus jefes podían, a discreción, abrir puertas y garantizar la impunidad para contrataciones ilegales, sobreprecios, comisiones, extorsiones, apropiaciones indebidas y otras prácticas formalmente vedadas por el ordenamiento jurídico. Fueron sembrándose redes de complicidad a lo largo y ancho del aparato de toma de decisiones, que fraguaron en verdaderas mafias, dedicadas a expoliar la riqueza social en nombre de la “revolución”.
En contraposición a los deberes y el disfrute de derechos atinentes a la observancia de la ley y a la valoración social de facultades o competencias a través del mercado, en el ámbito del trabajo y/o por la comunidad, emergió una idea alterna del “deber ser” social basado en el imaginario que fue construyendo de sí mismo la “revolución bolivariana”. El criterio de verdad y de lo que se considera correcto y justo pasó a depender de su funcionalidad para con los intereses del poder. “Dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada” como sentenciara el nuevo padrino de Chávez, Fidel Castro. De manera que el poder político se fue transfigurando en una alianza entre mafias, aunado por las oportunidades de lucro que deparaba el abatimiento del andamiaje de contrapoderes, normas y obligaciones del ordenamiento constitucional. Sin estas restricciones, el Estado deviene en instrumento para ejecutar las preferencias de quienes controlan el poder. Ello cual hace imperativo su conservación, como sea, so pena de perder tales prebendas y enfrentar las penas legales correspondientes.
A diferencia de las dictaduras clásicas, las mafias que se han apoderado de Venezuela disponen de una moralidad que ampara y legitima sus desmanes, construida con base en una falsa realidad que se nutre de las “verdades” de la mitología comunista y de la tergiversación patriotera con que Chávez construyó su ascenso al poder. No existe resguardo moral, ético o legal que restrinja sus apetencias. Su mundo ficticio es refractario a críticas externas, pues los criterios de verdad y de justicia liberal le son ajenos. Se sienten así blindadas moralmente y no tienen por qué considerar argumentos que cuestionen su proceder. Como dolorosamente hemos comprobado, esta ausencia de frenos se ha materializado en la violación extendida de derechos humanos en el país, con un balance de centenares de acribillados en manifestaciones de calle, de presos políticos, muchos de ellos torturados, y de millones de migrantes huyendo de las penurias que han resultado del régimen de expoliación que se fue instalando.
Y he aquí la trampa a que hacíamos referencia. La depredación de las alianzas mafiosas con base en las cuales se sostiene el poder que encabeza Maduro ha agravado hasta tal punto las condiciones de vida de los venezolanos que la conflictividad social amenaza con desbordarse, poniendo en peligro la sustentabilidad del régimen. Asimismo, la economía, disminuida hasta cerca de la cuarta parte de hace una década, no alcanza como botín para satisfacer las apetencias de quienes viven del poder. Si bien la liberalización de precios y de la transacción en divisas ha detenido su caída, los intereses creados y la dinámica consustancial a las instituciones de facto –“reglas de juego”– que han venido imponiéndose impiden reformas adicionales necesarias para que rindiesen sus frutos plenamente. Ello implicaría restituir derechos y garantías, acabar con las corruptelas y eliminar las prácticas depredadoras, para así poder generar la confianza que fundamentaría la reactivación de la economía.
En un intento por contener la protesta social, Maduro anuncia aumentos salariales, ahora bonos sin incidencia en las prestaciones, para los cuales no cuenta con ingresos para pagarlos. La ruina económica y la destrucción de PdVSA lo han dejado con una base impositiva mínima y el impago de la enorme deuda, contraída alegremente hasta hace poco, junto a las sanciones que le han impuesto a su gobierno, le impiden acceso al financiamiento externo. Recurre, entonces, a la emisión monetaria –el dinero “inorgánico”—para financiar esos aumentos / bonos, lo cual, como ya ha aprendido bien el venezolano, es gasolina para la inflación. Intentar contenerla reduciendo aún más el gasto público, secando el crédito bancario y gastando divisas escasas para estabilizar su precio, lo que hace es agravar la situación de la economía: mayor deterioro de los servicios públicos, sueldos miserables y un ambiente hostil a las empresas por la ausencia de financiamiento, la inseguridad y la sobrevaluación del bolívar.
Maduro aspira a contar con mayores ingresos para superar este atolladero consiguiendo que le levanten las sanciones a la comercialización del petróleo venezolano y que restringen su acceso a dinero fresco afuera. Para ello tiene que acceder a la convocatoria de elecciones confiables, requisito exigido por los gobiernos de EE.UU. y de la U.E. Pero sabe que no puede cumplir, pues, salvo que la oposición se haga un harakiri acudiendo dividida, perdería inexorablemente. El régimen de expoliación, con sus instituciones de facto que amparan la depredación, sería desmantelado para poder restaurar el ordenamiento constitucional y el imperio de la ley. Inadmisible para las alianzas mafiosas que sostienen a Maduro. En la medida en que se le achican sus opciones, arremete contra los eslabones más vulnerables en la cadena de complicidades –aquellos asociados a Tarek El Aissami–, con la ilusión de recuperar espacio de maniobra. ¿Cuántos eslabones más tendrá que desmontar, sin que ello termine desestabilizando su mando? Porque las reformas para restablecer las garantías y poder contar con las inversiones y el financiamiento internacional requerido, no parecen entrar en su agenda.
Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, [email protected]