Suicidios, violaciones masivas y más: qué pasó luego de que Hitler se quitara la vida

Suicidios, violaciones masivas y más: qué pasó luego de que Hitler se quitara la vida

El historiador y periodista alemán Volker Ullrich reconstruye con minucia los caóticos días posteriores al suicidio de Adolf Hitler.

 

 

Aunque se lo toma como el punto final de uno de los mayores horrores de la historia moderna, el suicidio de Adolf Hitler no significó el fin de la Segunda Guerra Mundial. O, al menos, no de manera instantánea. Después de que el Führer decidiera quitarse la vida en su búnker subterráneo de Berlín junto a su esposa Eva Braun, hubo ocho días que se encuentran entre los más turbulentos de la historia.





Por René Salomé | Infobae

A partir de una exhaustiva investigación y una asombrosa variedad de nuevas fuentes primarias, el prestigioso historiador y periodista alemán Volker Ullrich cuenta, con ritmo de novela de suspenso, todo lo que pasó después de la muerte del líder del nazismo en su nuevo libro, Ocho días de mayo.

Esos días “fueron testigo de las batallas finales de la Segunda Guerra Mundial y el colapso de la Wehrmacht, pero también de las últimas marchas de la muerte, de una epidemia de suicidios y violaciones masivas, de los intentos fanáticos de una última resistencia, de la desesperada huida de los peces gordos nazis, de la liberación de los campos de concentración”, escribe el autor.

Ocho días de mayo, editado por Taurus, reconstruye con minucia ese corto período de tiempo -poco más de una semana- que definió el curso del mundo en la segunda mitad del siglo XX, como el “régimen fantasmagórico” del sucesor de Hitler, el almirante Karl Dönitz. Pero, además, ofrece un contexto que excede a la política y penetra en lo social, económico y hasta artístico y cultural, como la búsqueda que emprendió la célebre actriz Marlene Dietrich para encontrar a su hermana.

“¡Mis generales me han traicionado y me han vendido, mis soldados ya no quieren seguir adelante, y yo ya no puedo más!”, dijo Hitler en uno de sus momentos finales previo a su suicidio junto a su esposa mediante un tiro en la sien y una pastilla de cianuro. Antes de morir, uno de sus más viejos y leales ayudantes le preguntó al servicio de quién debería ponerse tras su deceso. Y Hitler, alterado ante el final que se avecinaba, le respondió: “¡Del próximo que venga!”.

“Ocho días de mayo”, de Volker Ullrich, editado por Taurus.

 

A continuación, un extracto del libro “Ocho días de mayo”:

 

30 de abril de 1945

Durante las primeras horas del 30 de abril de 1945 llegó al búnker subterráneo situado debajo de la antigua Cancillería del Reich una noticia muy deprimente. Wilhelm Keitel, jefe del Alto Mando de las Fuerzas Armadas (Oberkommando der Wehrmacht; en adelante OKW), comunicaba que el avance hacia Berlín del XII Ejército, a las órdenes del general Walter Wenck, había quedado bloqueado junto al lago de Schwielow, al sudoeste de Potsdam. Con ello se desvanecía la última esperanza de poder socorrer a la capital del Reich, rodeada desde el 25 de abril por las tropas soviéticas. Solo en ese momento Adolf Hitler se decidió a hacer realidad la posibilidad con la que había amenazado una y otra vez a lo largo de su aciaga carrera: poner fin a su vida.

Esa misma noche empezó a despedirse de algunos de sus colaboradores, entre otros del personal médico del hospital provisional instalado debajo de la nueva Cancillería del Reich. El doctor Ernst Günther Schenck, que pudo por primera vez observar de cerca a Hitler, señala que tuvo «una sensación de desengaño casi insoportable». Pues, según dice, el hombre que tenía ante sí no se parecía ni de lejos al Führer lleno de energía de otros tiempos: «Llevaba una guerrera marrón con el emblema nacional bordado en oro y la Cruz de Hierro en la parte izquierda de la pechera, y pantalones largos de color negro, pero el hombre que vestía aquella ropa se hallaba increíblemente abatido y hundido en sí mismo. Bajé la mirada y vi una espalda encorvada en la que sobresalían los omóplatos y sobre la que a duras penas logaba levantarse la cabeza». Hitler dio la mano a todos y les agradeció los servicios prestados. Pretendía quitarse la vida, les explicó, y los eximió de su juramento. Les instó a que intentaran pasarse a la zona del oeste, donde estaban las unidades británicas y estadounidenses, para evitar caer prisioneros de los rusos.

A las 05.00 la Cancillería del Reich estaba ya siendo bombardeada sin descanso por la artillería soviética. Una hora más tarde Hitler llamó a Wilhelm Mohnke, el comandante en jefe de la Ciudadela, el último anillo defensivo que rodeaba el Barrio Gubernamental, para que viniera a verlo al búnker subterráneo y le informara de cuánto tiempo podría resistir todavía la Cancillería del Reich. A lo sumo uno o dos días, respondió el SS-Brigadeführer Mohnke. Mientras tanto, los rusos habían conquistado la mayor parte del Tiergarten y combatían ya en Postdamer Platz, a solo cuatrocientos metros de distancia de la Cancillería del Reich. Había que apresurarse.

Hacia las 12.00 se presentó el general Helmuth Weidling, al que Hitler había nombrado unos días antes comandante en jefe de la defensa, proveniente del puesto de mando situado en la Bendlerstrasse, para participar en un último análisis de la situación en el búnker del Führer. Weidling planteó una perspectiva todavía más sombría de la presentada antes por Mohnke: con toda probabilidad la batalla de Berlín habría acabado ya a última hora de la tarde del 30 de abril, pues las municiones estaban agotándose y no cabía contar con la llegada de nuevos suministros por vía aérea.

Hitler recibió el comunicado en silencio. Aunque seguía rechazando de manera rotunda una capitulación, tras una consulta con el general Hans Krebs, jefe del Estado Mayor General, permitió que, en caso de que se agotaran todas las reservas, los defensores de Berlín intentaran evadirse en pequeños grupos y contactar con las tropas que seguían luchando en el oeste. Cuando regresó a la Bend- lerstrasse, Weidling recibió por escrito una última «orden del Führer» en ese sentido.

Al término del análisis de situación, Martin Bormann, el poderoso presidente de la Cancillería del partido y «secretario del Führer», hizo venir a su despacho al ayudante de campo personal de Hitler, el SS-Sturmbannführer Otto Günsche, y le comunicó que el dictador tenía la intención de quitarse la vida esa misma tarde junto con Eva Braun, con la que acababa de contraer matrimonio. Según dijo, Hitler le había ordenado que los cadáveres fueran incinerados. Con ese fin, Günsche debía procurarse la cantidad necesaria de gasolina.

Poco después, el propio Führer hizo prometer a su ayudante de campo que se encargaría de la estricta ejecución de su orden. No quería que se llevaran su cadáver a Moscú y que lo exhibieran allí. Evidentemente pensaba en la suerte que Benito Mussolini había corrido. El 27 de abril el Duce había sido capturado en el lago de Como junto con su amante, Claretta Petacci, por unos partisanos italianos, y un día después había sido fusilado. Los cuerpos de ambos habían sido trasladados a Milán el 29 de abril por la mañana y, a continuación, habían sido colgados boca abajo en una gasolinera del Piazzale Loreto. La noticia del fin del Duce había llegado al búnker a última hora de la tarde del 29 de abril, y debió de afianzar la decisión de Hitler de que no quedase el menor rastro de su cadáver ni del de su esposa.

Günsche llevó a cabo los preparativos para la incineración de inmediato. Llamó por teléfono al chófer de Hitler y jefe de su parque móvil, Erich Kempka, y le encargó que trajera diez bidones de gasolina y que los tuviera preparados junto a la salida de emergencia del búnker que daba al jardín de la Cancillería del Reich. Entre las 13.00 y las 14.00 Hitler tomó su última comida en compañía de sus secretarias, Traudl Junge y Gerda Christian, y de su cocinera y dietista, Constanze Manziarly. Como ocurriera durante las semanas anteriores, la conversación giró sobre trivialidades; no se habló en ningún momento acerca del final que los aguardaba de manera inminente: un «convite fúnebre oculto tras una máscara de animada serenidad y aplomo»; así es como Traudl Junge evocaría la escena en sus memorias, escritas en 1947 (aunque no serían publicadas hasta 2002).

Eva Braun, compañera durante muchos años de Hitler, no asistió a la comida”.

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