Cuando usted lea este artículo yo estaré muerto. “Vivir es un derecho, no una obligación”, dijo Ramón Sampedro, un español que había quedado tetrapléjico tras un accidente en la playa. Su vida, su lucha por que se le permitiera acceder al suicidio asistido y su muerte fueron interpretadas en el cine por Javier Bardem en el filme “Mar adentro”.
“Don Carlos, ¿regresa a vivir a España?”, me preguntó un vecino extrañado de la avenida Brickell, donde vivía en Miami. “No. Me voy a morir a España”, le respondí amablemente, con una sonrisa, y seguí mi camino. Al fin y al cabo, viví 40 años en Madrid, mi intención era residir nuevamente en mi apartamento frente al parque de El Retiro, tengo la nacionalidad española y creo firmemente en la eutanasia y en la muerte asistida, como, afortunadamente, piensa más del 70% de los españoles.
Este articulo lo comencé a escribir en Miami a inicios de 2022 y lo concluyo dictándolo, ya que actualmente tengo grandes dificultades para escribir. En ese momento, antes de que se me informara de un diagnóstico más severo, llegué a la conclusión de que no permitiría que el Parkinson que padecía desde hacía unos años me arrebatara más facultades. Para entonces, ya me había quitado la capacidad de improvisar oralmente, pero no la de escribir. Parece que el cerebro aloja las dos facultades en diferentes sitios. En cualquier caso, todo iría empeorando.
En marzo de 2021 el Congreso de los Diputados español aprobó la “Ley de la Eutanasia” por 202 votos a favor, 141 en contra y 2 abstenciones. Es uno de los países que la tiene – en USA hay suicidio asistido, pero sólo en 10 estados y el distrito de Columbia de los 50 con que cuenta la Unión Americana. Bélgica, Holanda, Nueva Zelanda, Luxemburgo, Suiza, Portugal y Canadá han legislado sobre la eutanasia y la muerte asistida. Es poco. Son casi 200 naciones reconocidas por la Organización de Naciones Unidas.
El 3 de abril del 22 había cumplido 79 años en Miami. Fue la edad en que murió mi padre del corazón el 7 de marzo de 1992. Mi madre murió a los 83 años de una operación “sin importancia” (menos para ella, claro) en el año 2000. Según la admirada neuróloga italiana Rita Levi-Montalcini, premio Nobel de Medicina (1986), los hijos, grosso modo, deben sacar la cuenta de lo que esperan vivir promediando la edad de la muerte de los dos padres, pero agregándoles un diez por ciento, producto de los adelantos médicos. A mí me salían 88 años. Es demasiado. Creo que iniciar el octavo inning, como dice mi amigo Jorge Sonville, es más que suficiente. Es toda una provocación.
Mi hermano menor, Robert Alex, un brillante médico con quien discutí la fórmula de Levi-Montalcini, era un escéptico de esta hipótesis. Alegaba, con buenas razones, que esos promedios no servían de mucho. Él, mi hermano menor, murió a los 69 años en medio de la epidemia de Covid 19. Su deceso ocurrió el primero de agosto del 2020. Entonces no existía la vacuna. Yo le llevaba casi ocho años. Pero mi hermano mayor, nacido en octubre de 1940, Ernesto, aún está vivo. De los tres, es el más resistente a las adversidades de la vida.
El propósito de este artículo es estimular el debate sobre la eutanasia: mi posición es apoyarla siempre que sea una elección voluntaria. De la misma manera que se donan los órganos en vida, creo que bastaría consignarlo por escrito o designar a una persona para que tome las decisiones en caso de que sea materialmente imposible asumir esa responsabilidad. Así fue cómo, al llegar a Madrid en octubre del año pasado, entregué en la Sanidad Pública el documento en el que se establecen los cuidados y tratamientos de salud en situaciones extremas. Gracias al asesoramiento desde el principio de la Asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD) he podido, con el respaldo incondicional de mis seres queridos, superar todos los pasos burocráticos que exige una ley garantista. De ese modo, comencé el proceso legal que ha culminado en la aprobación de la prestación de ayuda para morir en mi caso, ya que, de acuerdo con lo que establece la Ley, cumplo todos los requisitos de padecimiento grave, crónico e imposibilitante. Hasta el final del camino cuento con la asistencia de profesionales de la Sanidad Pública.
Por si fuera poco, una resonancia magnética realizada en el Hospital Gregorio Marañón concluyó que en realidad padezco Parálisis Supranuclear Progresiva (PSP), un Párkinson atípico y más agresivo. Eso explica mi acelerada falta de movimiento ocular impidiéndome leer y escribir, además de las crecientes limitaciones para expresarme verbalmente. Mi vida diaria, en la que la lectura, la escritura y la expresión oral han sido mis señas de identidad, se borran de un día para otro. Desde hace mucho mi cuerpo tampoco me acompaña.
He vivido en un país, España, por 40 años, en el extremo occidental de Europa, del que se decía, injustamente, que los españoles sólo entendían a fustazos. Y no era verdad. La democracia y la libertad están al alcance de cualquier pueblo que se lo proponga. He regresado en el ocaso de mi vida. Aquí he cumplido 80 años. El último de mi existencia gracias a la Ley de Eutanasia. ¿Se quiere una mayor libertad que la de elegir el momento de la partida?
Cumplo mi deseo de morir en Madrid, la ciudad que amo y en la que he compartido tanto junto a Linda, mi adorada mujer en las duras y en las maduras. Lo hago gozando todavía de la capacidad de expresar mi voluntad de ejercer mi derecho a finalizar mi vida de una forma libre y digna de acuerdo a mis creencias. No le doy más la lata, querido lector. Adiós. [©FIRMAS PRESS]
@CarlosAMontaner
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