Los hermanó la Luna. Y el heroísmo. Juntos, conformaron un sello, como una marca registrada: Neil Armstrong, Michael Collins y Buzz Aldrin. Dos pisaron la Luna hace ya cincuenta y cuatro años. Y tan unidos están, que cuesta recordar quién de los tres no dejó su huella en el polvo lunar. Fue Collins. Se quedó al mando de “Columbia”, la nave madre de la que se había desprendido el módulo lunar “Eagle” con Armstrong y Aldrin a bordo. Collins orbitó la Luna a la espera de que sus dos compañeros de aventura hicieran lo que había que hacer y regresaran, sanos y salvos, tras despegar el módulo lunar y acoplarse a “Columbia”.
Por infobae.com
Todo salió bien. Pero pudo salir mal. Si Armstrong y Aldrin se estrellaban en la Luna, y estuvieron a punto, o si el azar, o un yerro, una torpeza, echaba todo a perder, y estuvo a punto de suceder, Collins debía dejar a sus camaradas en la Luna, vivos muertos, y regresar a Tierra. Fue el tipo más solo del mundo mientras se forjaba el éxito de Apolo XI.
Parte de la historia de aquel vuelo que cambió en buena parte al mundo, es poco conocida. Y el destino de los tres astronautas, pos Apolo XI, también: fue diverso, intrincado y, si se quiere, alejado de las estrellas que habían iluminado sus vidas.
De los tres, vive uno: Aldrin. Se casó por cuarta vez el 20 de enero de este año, el día de su cumpleaños número noventa y tres, con Anca Faur, de sesenta y tres, vicepresidenta ejecutiva de la empresa del viejo astronauta, Buzz Aldrin Ventures LLC. ¿Qué dijo Aldrin sobre su casamiento? “Nos hemos unido en sagrado matrimonio en una pequeña ceremonia privada en Los Ángeles y estamos tan emocionados como dos adolescentes que se fugan”. Eso es amor, de aquí a la Luna.
Muy pocas cosas nuevas se saben, o se divulgan de aquella heroica misión espacial que coronó la carrera que en los años 50 habían iniciado la URSS de Nikita Khruschev y los Estados Unidos de Dwight Eisenhower primero y de John Kennedy después. La carrera no era por llegar a la Luna. Había empezado por la decisión soviética de espiar a Estados Unidos desde el aire, tal como hacía Estados Unidos con la Unión Soviética con los aviones espías U-2 estacionados en Turquía y en una base de nombre raro en un país por entonces casi desconocido: Islamabad, Afganistán. Pero esa es otra historia.
¿Qué pudo salir mal aquel día del alunizaje? ¿Qué hubiese obligado a Collins a volver solo a la Tierra? Primero, el “Eagle” casi se estrella en la Luna. Armstrong y Aldrin vieron que el área destinada al alunizaje, un enorme cráter de unos treinta metros de diámetro, estaba poblado de rocas gigantescas. “No era para nada un buen lugar. Así que tomé el control manual de Eagle y lo volé como un helicóptero, en dirección oeste”, recordó Armstrong en 2012, poco antes de su muerte. El módulo lunar no podía ni resfriarse porque, pegado a su techo, cargaba con el vehículo que iba a servir a los astronautas para despegar de la Luna, regresar a la nave madre que piloteaba Collins y volver a casa. Ese era el drama principal del viaje. Cómo poner a un hombre en la Luna era pan comido para la época: lo había anticipado Julio Verne con extraordinaria precisión. Y la NASA había seguido casi casi al pie de la letra los dictados del novelista francés. Cómo sacarlos de la Luna y regresarlos había sido la gran incógnita: el éxito de la misión estaba puesto en el vehículo, con sus propios tanques de combustible, amarrado al techo del módulo lunar.
La computadora de a bordo, una máquina elemental con nada de capacidad, cualquier foto JPG de hoy contiene más bytes que los que contenía el sistema que guiaba la misión Apolo XI, empezó a enviar señales falsas, o equivocadas, a los astronautas. La primera mostró en pantalla un número, 1202. Pero ni Armstrong, ni Aldrin sabían que significaba eso. Desde la Tierra, en Houston, Charles M. Duke, a cargo de los contactos con la cápsula, les dio que no debían preocuparse, la alarma solo indicaba un exceso de multitarea en el ordenador de navegación.
Armstrong, un tipo de inusual sangre fría, desconectó entonces el programa en funciones, el número 64, y conectó otro, el 66, que controlaba el empuje del motor pero dejaba en manos de los pilotos la traslación lateral del módulo lunar y el tramo final del delicado descenso. La decisión provocó otro drama: Eagle empezó a consumir más combustible que el pensado. Todo se terminaba rápido: el tiempo previsto para el alunizaje y el combustible para llegar a la Luna.
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