El tipo era un desgraciado, una especie de desecho humano criado tras las rejas de los orfanatos y de los institutos correccionales, un ladrón de poca monta que tuvo a las celdas como aulas y a los delincuentes peligrosos como únicos maestros. Tal vez, tantos años de íntima brutalidad le habían hecho perder un poco la cordura. Sin embargo, con historias iguales, o parecidas, otros seres humanos encarrilan sus vidas y se convierten en solistas de una sinfónica, en genios del deporte o en embajadores ante la ONU. No era el caso de Charles Manson.
Por infobae.com
Él creía que en Estados Unidos se avecinaba una guerra racial entre negros y blancos y en nombre de esa guerra inminente, fruto de su mente turbada, el 9 de agosto de 1969 iba a asesinar a la actriz Sharon Tate, esposa del director polaco Roman Polanski, y a tres de sus amigos. Lo de la guerra se lo había revelado a Manson una canción de Los Beatles, “Helter Skelter”; su mente entumecida tomó aquellos versos como un mensaje en clave que anunciaba la hecatombe inminente. De hecho, en una de las escenas del crimen de los que Manson ordenó cometer a su banda de asesinos, apareció escrito ese título con la sangre de una de las víctimas. Manson formó una banda, una secta de adeptos, y de adictos, escudados todos en el movimiento hippie y su cultura, y decididos a cometer asesinatos por placer, por resentimiento, con la convicción supuesta o no, de que esas muertes precipitarían la guerra racial.
Para llevar adelante su conflicto conjeturado y ficticio, Manson creó lo que no tuvo nunca: una familia. Así la llamó: “La Familia Manson” después conocida como “La Familia”. Se habían establecido en California a finales de los años 60 y llegaron a reunir a cien seguidores: vivían el hipismo a pleno, aquellos eran los años de gloria del movimiento hippie y California era el Estado ideal para albergarlo. Consumían drogas psicoactivas como la benzedrina, una forma de las anfetaminas, y LSD. La mayoría de los miembros del clan eran mujeres jóvenes, de clase media, atraídas por la cultura hippie, la vida comunal y el magnetismo, o lo que fuere, de Manson, que plantó en su familia la semilla del odio, del resentimiento y de la frustración, dirigidos todos hacia el robo y el crimen.
Manson había llegado con aura de gurú a San Francisco en 1967, el legendario “Verano del Amor” del hipismo, montado a la cola de festivales de música, vida y sexo al aire libre, concentraciones multitudinarias y rechazo a un mundo que juzgaban en decadencia. El historiador William Manchester evocó en una de sus obras el barrio de Haight-Asbury, donde vivían bandas violentas deseosas de acaparar el mercado de LSD. “En esa atmósfera, un tipejo barbudo y psicópata solía dejarse caer por el Avalon Ballroom donde actuaban los Grateful Dead. Le gustaba tenderse en el suelo adoptando posturas fetales y albergaba el secreto deseo de persuadir a las muchachas de que practicaran sexo oral con perros, y de arrancar los ojos a una hermosa actriz para restregarlos luego contra las paredes. Más tarde, su nombre sería muy recordado en Ashbury. Se llamaba Charles Manson”.
Sí que lo iban a recordar. En 1968, casi en los estertores del hippismo al que Manson y sus crímenes iban a terminar de enterrar, el jefe de “la familia” y ocho o nueve seguidores treparon a un autobús escolar pintarrajeado con motivos hippies, rebosante de frazadas y almohadones de colores y viajaron al norte, hacia el estado de Washington; luego regresaron hacia el sur, hasta México, para subir de nuevo hacia el norte, hacia Los Ángeles y armar allí su tribu propia y sus viviendas precarias en la zona de Malibú y Venice Beach.
Manson intentó surcar los andariveles de la música; se vinculó, entre otros, con Dennis Wilson, baterista de los Beach Boys y pretendió instalarse en su casa con toda su troupe de desclasados. En agosto de ese año, cuando el representante de Wilson lo conminó a irse de la casa del músico, Manson encontró un hogar para su familia. Era el Rancho Spahn, donde Hollywood filmaba de vez en vez películas de vaqueros. Allí, los miembros de la familia trabajaron para pagar el alquiler. Trabajaron poco. Manson ordenó a las mujeres que tuvieran relaciones con el dueño del rancho, un octogenario casi ciego que tuvo el favor de casi todas las muchachas del grupo, incluida la esposa del propio Manson. Para esa fecha, el clan ya había decidido matar para perdurar, para provocar la guerra racial y convertirse a través de su jefe en poco menos que en amos del mundo.
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