La aventura en la nieve del idealista rebelde que huyó de la sociedad para vivir como un vagabundo y morir de hambre

La aventura en la nieve del idealista rebelde que huyó de la sociedad para vivir como un vagabundo y morir de hambre

Christopher McCandless dejó su nombre de lado para usar uno nuevo cuando decidió comenzar su aventura: pasó a llamarse Alexander Supertramp, algo así como Alejandro Vagabundo

 

 

Christopher McCandless fue un estudiante brillante, con un coeficiente superior a la media, antes de transformarse en un ermitaño utópico que renegó de la sociedad que lo había formado. Donó sus ahorros y se metió en la profundidad de los Estados Unidos para vivir aislado del mundo. Así como vivió, murió: consumido en sí mismo, refugiado en un viejo colectivo abandonado.

Por infobae.com

Lo encontraron el 18 de agosto de 1992, hace treinta y un años, metido en su bolsa de dormir, en el interior de un micro de los años 40, deteriorado y abandonado en una zona inhóspita de Alaska. Pesaba treinta kilos y estaba muerto desde al menos dos semanas. Una bolsa de huesos. En la puerta del micro desvencijado había una nota: “S.O.S., necesito que me ayuden. Estoy herido, moribundo y demasiado débil para salir de aquí a pie. Estoy completamente solo. No es una broma. Por Dios, le pido que se quede para salvarme. He salido a recoger bayas y volveré esta noche. Gracias. Chris McCandless. ¿Agosto?” Era agosto, el 12. El chico, tenía veinticuatro años, había perdido ya la noción del tiempo. Ese día, también escribió las que fueron sus últimas palabras en su diario de viaje. Arrancó la última página del libro Educación de un hombre errante, las memorias de Louis L’AMour que era un autor de novelitas del Oeste, y en el dorso escribió con extraña lucidez ante su muerte inminente: “He tenido una vida feliz y doy gracias al Señor. Adiós, bendiciones a todos”.

La causa oficial de la muerte de Chris McCandless revelada por la autopsia fue inanición. Murió de hambre, que es una de las más horribles muertes que puedan imaginarse: el cuerpo se devora a sí mismo, la piel se torna acartonada, se reseca como una hoja en otoño; antes del letargo, antes de que sea imposible distinguir ya el día de la noche, se padecen fuertes dolores intestinales y una devastadora debilidad; todas las fuerzas abandonan al ser humano ya incapaz de desabotonarse la ropa, de ponerse de pie, de limpiar el líquido viscoso que brota de la nariz, de la boca, de los ojos. Después se pierde la voluntad; luego la conciencia; por fin, la vida.

Eso le ocurrió a McCandless, un chico que había sido atleta, héroe deportivo de la secundaria, estudiante brillante, dueño de un futuro acaso luminoso que, sin embargo, un día dejó todo de lado y se convirtió en un ermitaño idealista que renegó de la sociedad que lo había formado. Mucho antes de que McCandless naciera, en marzo de 1845, el líder religioso americano Ellery Channing, un hombre que luchó contra la esclavitud y fue autor de una doctrina que basaba en la libertad toda espiritualidad auténtica, le dio un consejo al escritor, poeta y filósofo Henry David Thoreau, un estudioso de la naturaleza y su relación con la condición humana. Le dijo: “Vete. Construye una cabaña y empieza el gran proceso de devorarte a ti mismo: no veo otra alternativa para ti, ni otra esperanza”. Eso hizo Thoreau: el 4 de julio de 1845 se mudó a una pequeña cabaña que había construido en tierras de otro gran poeta, Ralph Emerson y vivió dos años. Escribió luego: “Fui a los bosques porque quería vivir solo, deliberadamente, para afrontar los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que tenía que enseñar y no descubrir, a la hora de la muerte, que no había vivido”. La historia, que parece anacrónica, no lo es: Thoreau fue el gran inspirador de la vida de Chris McCandless. Al menos, de la segunda parte de su vida breve.

La primera parte había empezado el 12 de febrero de 1968 en El Segundo, California. Chris era hijo de Walt McCandless, un especialista de la NASA en el equipamiento del sistema de radares para los transbordadores espaciales, todavía en embrión. Su madre, Wilhelmina “Billie” Johnson era la secretaria del especialista de la NASA y, más tarde, su socia en la exitosa compañía consultora de proyectos de alta tecnología. La pareja tenía otra hija, Carine, a la que Chris estuvo siempre muy unido. La infancia de Chris McCandless no fue fácil porque aquella familia feliz ocultaba un secreto, sucede en las mejores familias: los padres discutían a menudo, casi siempre frente a los hijos, llegaron a plantearse el divorcio y pusieron a los hijos en la alternativa de elegir con quién querían vivir.

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