Se estima que Leonardo Da Vinci la pintó por encargo entre el 1503 y el 1516. Un óleo sobre tabla de álamo de no gran tamaño, 77 por 53 centímetros. La sonrisa perpetua, la mirada que se desplaza, las imperfecciones que no vemos (las cejas y las pestañas desaparecieron bajo una temprana y poco sutil restauración, las dos partes en las que se divide el paisaje de fondo no coinciden entre sí), el trazo del genio, el misterio y la leyenda que rodeó a la pintura desde su creación. El retrato de Lisa Gheradini, esposa de Francesco del Giocondo o La Gioconda o La Mona Lisa es una obra inmortal tan grande que necesitó al menos de tres nombres para ser individualizada.
Por infobae.com
Leonardo la tenía consigo en su última residencia francesa. El Rey Francisco I la adquirió. No se sabe con exactitud si antes de la muerte del pintor o en los años posteriores. Desde ese momento quedó en manos del Estado francés. Después de la Revolución Francesa llegó al Museo del Louvre. Napoleón Bonaparte se lo llevó consigo unos pocos años al Palacio de las Tullerías pero luego retornó a su lugar en el Museo. Allí permaneció hasta agosto de 1911.
Ese 21 de agosto era lunes. El día que el museo estaba cerrado al público por refacciones. Un edificio enorme que permanentemente requiere cuidados y arreglos para que la edificación y las invaluables obras de arte que contiene no sufran daños irreparables. Los obreros que se encargaban de los trabajos sabían que esa jornada era la más dura. Al no tener que sortear visitantes se realizaban las tareas más intensas y en varios lugares simultáneamente. A la vez, los lunes era también el día de la gran limpieza general. Un batallón de empleados de limpieza enceraban pisos, barrían y hacían relucir herrajes.
La gente iba y venía sin mayores controles. No había tecnología ni alarmas. Sólo guardianes de ojos algo perezosos, ganados por la confianza. Primaba la buena fe. Parecía imposible que algo que no fuera correcto pudiera ocurrir.
Los empleados del estudio fotográfico Adolphe Braun & Company también tenían en los lunes su día más ocupado. Ese día llevaban y traían obras al salón en el que tenían montadas sus cámaras, para perpetuarlas en las fotografías. Por eso cuando a media tarde de ese lunes las tareas iban aminorando la intensidad, a nadie le pareció extraño ese hueco en la pared.
No fue hasta el día siguiente, el 22 de agosto de 1911, que se dieron cuenta de que lo peor, lo impensable, había pasado.. Ese martes por la mañana, el pintor Louis Béroud advirtió que sus planes laborales se complicaban desde temprano. Amante de las rutinas y de la previsión, fue de los primeros en entrar al Museo del Louvre para instalar el atril y el bastidor frente a la Mona Lisa para proceder a copiarla.
El permiso de la dirección del Louvre lo había obtenido con mucha antelación. Al llegar al sitio, descubrió que había un espacio vacío. Sólo el muro rojo y cuatro bulones incrustados en la pared que debían sostener el cuadro ausente. Nadie se alarmó. Ni siquiera Béroud.
Bufando por su mala suerte comenzó a desplegar sus materiales a la espera de que los empleados del Museo devolvieran la obra de Leonardo Da Vinci. Hacía poco tiempo que se había dispuesto un estudio fotográfico dentro del Louvre y todas las obras pasaban por él unas horas para quedar registradas.
Tras dos horas de espera, Béroud expresó su mal humor al primer empleado del Museo con el que se cruzó; no podía entender cómo podían tardar tanto tiempo en devolver el cuadro. Las primeras averiguaciones confirmaron lo peor. Nadie le estaba sacando fotos a la Mona Lisa. La pintura más famosa de la historia había sido robada del museo más importante del mundo.
Al confirmarse de que La Gioconda no estaba siendo fotografiada, el Museo se convirtió ese martes en un pandemónium callado. Los guardias de seguridad iban y venían. Buscaban detrás de puertas, cortinados, inspeccionaban con la mirada a cada visitante. El público seguía recorriendo los amplios salones sin estar enterado de la novedad. Los funcionarios estaban reunidos debatiendo los pasos a seguir.
Un par de horas después ingresaron decenas de policías y se decidió desalojar el Louvre. Cada uno de los que salía era revisado y palpado exhaustivamente. La hipótesis policial era que el ladrón había aprovechado algún descuido y luego de bajar el cuadro había cortado la tela, la había enrollado y escondido en algún lugar discreto hasta que la conmoción se disolviera.
Se pasaron las siguientes dos horas en busca de la tela enrollada hasta que alguien les avisó que eso era imposible ya que Leonardo había pintado a La Gioconda sobre una tabla de madera. Luego de varias inspecciones, cuando ya casi no quedaba luz, encontraron debajo de una escalera el marco y el cofre de vidrio que protegía al cuadro.
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