Los resultados de las elecciones primarias para presidente en Argentina arrojaron un nuevo fenómeno político en la figura de Javier Milei, economista y diputado, quien, sin maquinaria partidista, sorprendió aventajando a sus contendores de centro derecha (Juntos por el Cambio) y peronista (Unión por la Patria). Con lenguaje tremendista y provocador, ofreció acabar con la “casta política” que, según él, se ha enseñoreado en los gobiernos de ese país, reducir ministerios, planes sociales y aportes a los fondos de jubilación, eliminar el Banco Central (dolarizando la economía) y permitir el libre porte de armas, entre otras cosas. Rebajaría impuestos y eliminaría subsidios diversos, como las indemnizaciones laborales, proyectándose como neoliberal puro, campeón del empresariado y la libre iniciativa. Aún más, su fobia a toda norma estatal le permite autodesignarse como anarcocapitalista y presumir de libertario. Sin pretender calificar tal postura, es obvio que puede resultar atractivo para la población de un país como Argentina, cuyo enorme potencial ha sido frustrado por el despilfarro populista de sus gobiernos y la subordinación de la economía a una serie de controles políticos contraproducentes.
Para algunos en Venezuela, víctima de un chavo-madurismo hermanado en tantos aspectos negativos con la conducta irresponsable del kirchnerismo argentino, pero llevado a extremos aún peores, la fórmula de Milei aparece como la varita mágica que hará desaparecer el proyecto “socialista” –o capitalista de Estado– que ha destruido nuestras libertades y los medios de vida de las grandes mayorías. El tiro de gracia para tan oprobioso ensayo sería la reducción drástica del Estado, como ofrece Milei. Ciertamente, las 9 vicepresidencias, los más de 30 ministerios, la proliferación de centros e institutos creados ad hoc ante problemas coyunturales con los cuales no sabe lidiar este (des)gobierno, invitan a desmontarlos para “liberar las fuerzas productivas” y devolverles a sus ciudadanos oportunidades para desenvolverse. Hay que entender, empero, que esa pretensión intervencionista, hasta el extremo de invocar un mítico y absolutamente inviable, “Estado Comunal”, lo que hizo fue destruir las funciones básicas del Estado.
La tarea sine qua non de la transición democrática será reconstruir al Estado venezolano para que pueda asumir la producción de los bienes públicos que requiere la nación para la realización plena de sus pobladores y generar las externalidades en materia administrativa, jurídica y política, con base en los cuales afianzar el imperio de la ley, los derechos y garantías del ordenamiento constitucional, la convivencia pacífica en libertad y una gestión sana, auditable y responsable de los recursos públicos.
Bienes públicos, en economía, son aquellos cuyos beneficios no pueden ser capturados en exclusividad por nadie. Ergo, no hay incentivos para su producción suficiente por parte de particulares. El principio de “no exclusión”, asimismo, posibilita que, una vez producido un bien público, pueda ser aprovechado (consumido) sin pagar por él (free-rider). ¿Entonces, quién lo sufraga, cómo se financia? En respuesta, su provisión adecuada suele recaer en el Estado, capaz de conjugar los medios para ello (producción conjunta). También puede delegarla, con el financiamiento y las regulaciones del caso, a entes privados. Los más importantes son los servicios de educación, salud, seguridad, infraestructura de transporte y comunicaciones, y la provisión de agua, electricidad y otros servicios esenciales. Algunos son bienes públicos “impuros” –su consumo puede cobrarse–, pero ello no exime al Estado de su responsabilidad.
En Venezuela, lamentablemente, la ruina de su economía, la destrucción de PdVSA, las corruptelas y el aislamiento (por default) de los mercados financieros foráneos, ha dejado al Estado sin los recursos para producir y mantener estos bienes públicos, más con la parafernalia de atribuciones adicionales que asumió con la excusa socialista. Recurrió, entonces, al financiamiento monetario (emisión de dinero del BCV), desatando una de las peores hiperinflaciones conocidas en América Latina. Y, para empeorar las cosas, instrumentó como solución un severo ajuste para reducir la liquidez, achicando el crédito con encajes prohibitivos, anclando el precio del dólar y contrayendo los salarios públicos, lo que perjudicó aún más la producción interna. Asimismo, ahuyentó parte del talento requerido para la función pública.
Las externalidades, por su parte, se refieren a los efectos de uno o de varios agentes económicos sobre otro(s), no recogidos en los precios. Por ejemplo, la contaminación, una externalidad negativa, perjudica a la población (y al ambiente), sin que la fábrica contaminante pague por tal daño (costo), a menos que el Estado intervenga, obligándola a instalar filtros o imponiéndole una multa. Un parque provee una externalidad positiva en la forma de un entorno más agradable, aire fresco, trino de pájaros, etc., sin que el residente o usuario pague directamente por ello. Es decir, las externalidades producen efectos –costos y/o beneficios sociales– que no son reflejados como costos y/o beneficios privados. Luego el cálculo privado no coincide, necesariamente, con el óptimo social. Un buen sistema de salud, por ejemplo, reduce las enfermedades y mantiene a la población más sana, mejorando, con ello la productividad, beneficios que van más allá de lo que puedan pagar pacientes concretos por tratarse. Igual la educación: fomenta la ética y la conciencia ciudadana y contribuye con la generación y divulgación de conocimientos útiles a la sociedad, conectándola con los avances de la humanidad en otras partes del globo.
En Venezuela, un sistema de salud colapsado, sin recursos, con fuga de talento, implica un enorme costo para la sociedad, como para los individuos. Obviamente, ello ataña también a la educación y a los servicios públicos en general: electricidad, agua, etc. Y la descomposición del Estado obliga a empresas y a ciudadanos a tomar previsiones ante las arbitrariedades, ineficiencias, deterioro de la infraestructura, la incertidumbre y la inseguridad. La no rendición de cuentas, la corrupción y la falta de transparencia, potencian estos efectos negativos. Un Estado responsable debe procurar la maximización del beneficio social, produciendo bienes públicos que aumenten las externalidades positivas, y reducir las negativas. Pero el Estado de terror chavo-madurista tiene como misión generar males, no bienes públicos.
Los derechos civiles y políticos pueden considerarse externalidades (positivas) básicas, pues permiten el empoderamiento ciudadano y, con ello, su participación activa en la búsqueda de soluciones a los problemas de la sociedad. Para su cumplimiento se requiere un Estado fuerte, capaz de hacer respetar el ordenamiento constitucional, en un marco de justicia y equidad compartidas. Ello añade otro aspecto a tomar en cuenta desde una perspectiva liberal, los derechos socioeconómicos, pero divide este campo de pensamiento entre “derecha” e “izquierda”. Esta última enfatiza que la igualdad de los ciudadanos ante la ley no es tal si no se procura igualar las oportunidades con políticas sociales y asistenciales que doten a los menos favorecidos con los recursos para cubrir sus necesidades básicas, incluyendo salario mínimo y subsidios variados. La derecha señala que ello lleva a prácticas intervencionistas que alteran el funcionamiento de los mercados, limitando la libre iniciativa individual y reduciendo el tamaño de la torta. Los llamados “libertarios” aborrecen de tales ayudas; cada quien debe valerse por sí mismo.
Discrepo. Una batería de políticas sociales bien concebidas e instrumentadas, al beneficiar a los más necesitados, genera externalidades positivas de gran impacto en la seguridad de las familias y de la población, reduciendo una variada gama de costos sociales y fortaleciendo las libertades ciudadanas. En la Venezuela depauperada de hoy, serán decisivas para la incorporación activa de las mayorías a la democracia. Son temas que las fuerzas democráticas deben plantearse con profundidad en conexión con los demás problemas e insuficiencias del país. Precisamente por ello, ¡no nos empatemos, a cuenta de las posturas de Milei en Argentina, a plantearnos como panacea la eliminación del Estado!
Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, [email protected]