A partir de la convicción de que todos los seres humanos somos libres e iguales, a fin de asegurar el equilibrio político y el contrapeso entre los tres poderes del Estado, en la perspectiva de una democracia liberal y representativa, la gestión pública se organizó entonces en tres ramas, legislativa, ejecutiva y federal, para que no hubiese ninguno de los poderes con supremacía sobre los otros. Montesquieu, en el siglo XVIII, estableció el poder judicial en lugar del federativo propuesto por el pensador inglés. Buscó, con la separación de poderes, a partir de la libertad como objetivo político y la igualdad ante la ley, que no recayeran en la misma persona el poder legislativo, cuya tarea es formular las leyes y el ejecutivo, que ejerce el gobierno y hace cumplir las leyes.
El poder judicial tiene la función de administrar justicia y castigar a quienes infrinjan dichas leyes. Estas deben reflejar la voluntad de una nación, recogidas en una Constitución, para regular la vida social y pública de los ciudadanos. A la vez implican el “imperio de la ley”, que garantiza el estado de derecho: la autoridad legal del Estado está limitada por la ley y nadie está por encima de ella. Cuando cualquiera de los poderes asume una posición superior sobre los otros, o el ejecutivo y el legislativo recaen en una misma persona, según Montesquieu, el poder se pervierte “elaborando leyes tiránicas y ejecutándolas tiránicamente”. También los padres fundadores de la democracia de los Estados Unidos consideraron el sistema de separación de poderes y la garantía de los derechos individuales, así como la estructura federal determinada en la Constitución de 1787, barreras decisivas contra la tiranía, aunque el proceso de toma de decisiones fuera más lento y fragmentado, pero más abierto. Lo contrario es la fuerza o coacción puras como instrumentos de dominación.
Una forma más sutil de imposición es la mentira, la negación premeditada y consciente de la verdad, la manipulación y la desinformación, mecanismos a través de los cuales se instala la impostura del poder o poder como simulacro. En la Venezuela actual, no solamente no hay legitimidad de los gobernantes sino tampoco democracia, porque la esencia de esta es, por un lado, la división de los poderes públicos que ha sido borrada de la práctica política del gobierno y, por otro lado, para que perdure su legitimidad, la democracia está anclada en el consentimiento de los gobernados. Por último, el meollo de la legitimidad de la democracia radica en los procedimientos. Una decisión será considerada legítima por los ciudadanos, aunque no les beneficie personalmente, si han tenido la oportunidad de participar en ella, directa o indirectamente a través de sus representantes elegidos democráticamente de acuerdo con la ley y si ella ha sido adoptada también de forma democrática.
La Constitución vigente de la República Bolivariana de Venezuela es letra muerta. Acabamos de presenciar el nombramiento de un nuevo Consejo Nacional Electoral después de una abrupta destitución de quienes lo integraban, cuando se avecina nueva elección presidencial en 2024, por mandato constitucional. El artículo 296 del capítulo quinto acerca del Poder Electoral señala: “El Consejo Nacional Electoral estará integrado por cinco personas no vinculadas a organizaciones con fines políticos; tres de ellos o ellas serán postulados o postuladas por la sociedad civil, uno o una por las facultades de ciencias jurídicas y políticas de universidades nacionales, y uno o una por el Poder Ciudadano…” Jamás se contempla una correlación de tres a dos a favor del régimen, ni que sus integrantes sean escogidos por formar parte de una determinada parcialidad política sino por sus credenciales y méritos profesionales como ciudadanos.
De nuevo, el principio de la política según Kant exige tres condiciones: verdades necesarias, categóricas o apodícticas, ley igual para todos frente a dichas verdades, coherencia entre la norma o ley y la práctica o conducta externa. Ellas son aplastadas aquí por el pragmatismo y la demagogia. En palabras de Kant, “El derecho no tiene nunca que adecuarse a la política sino siempre la política al derecho”. Resuenan la fuerza de la verdad y la coherencia en contra de las imposturas ¿Hasta cuándo vamos a ignorar, como ha reclamado el filósofo del derecho G. Ferrero, el significado letal de la mentira en la política al convertir la impostura en principio estructural del poder?