Una isla de millonarios, dos tiros y el crimen impune de un joven alemán: la maldición de Vittorio de Saboya

Una isla de millonarios, dos tiros y el crimen impune de un joven alemán: la maldición de Vittorio de Saboya

Vittorio estaba casado con la campeona de esquí suiza Marina Doria (Wikipedia)

 

Fue el 18 de agosto de 1978. Vittorio Emanuele di Savoia tenía 41 años y hacía 32 que había sido forzado al exilio junto con sus padres, después del referéndum que abolió la monarquía italiana en 1946. El único hijo del último rey de Italia jamás había podido volver a Nápoles, pero a los 41 años llevaba una vida principesca.

Por infobae.com

Casado con la campeona de esquí suiza Marina Doria, también tenía un solo hijo, Emanuele Filiberto, al que trataba de darle el tipo de amor presente que decía que sus padres no habían tenido para él. Pasaban todo el verano europeo en la Isla de Cavallo, entre Córcega y Cerdeña, un paraíso mediterráneo de playas privadas conocido como “la isla de los millonarios” donde también tienen casa los Grimaldi y que a fines de los setenta se había convertido en el refugio de los jóvenes de la jet set aburridos de St. Tropez. En Cavallo, Marina y Vittorio Emanuele eran una pareja poderosa y respetada: se movían como los dueños de la isla. Como los reyes de la isla.

El día antes, un grupo de cerca de treinta amigos italianos, ricos y solteros de veintipico, rodeados de las chicas más lindas del momento, habían llegado en tres barcos y habían anclado a 30 metros de la costa. Era imposible para un velero incluso pequeño acercarse más: las piedras impedían el acceso. Entre las jóvenes en bikinis diminutas que tomaban sol en cubierta estaba Birgit Hamer, la bellísima Miss Alemania 1976. De apenas 21 años, sus padres, médicos, sólo le habían dado permiso para unirse al grupo en compañía de su hermano menor, Dirk, de 19, que llegó en carácter de chaperón pero enseguida se ganó un lugar propio por su simpatía y sus condiciones para el deporte.

Pasaron el día nadando y divirtiéndose y por la noche decidieron comer en el único restaurante de la isla de menos de un kilómetro cuadrado de extensión. A uno de los amigos se le ocurrió tomar prestado el bote inflable del barco de los Saboya para cruzar esos 30 metros que los separaban de tierra firme. Era una provocación, pero no creyeron que llegaría tan lejos: el Zodiac no era un gomón cualquiera, sino el del heredero del rey sin corona, Emanuele Filiberto, de 6 años, fruto de su amor con Marina y la luz de sus ojos.

El padre lo consideró una afrenta. Sobre todo porque el grupo de italianos llegó al restaurante gritando y burlándose de él y de su condición de monarca. “Cállense italianos de mierda, ¡esta es mi isla!”, se quejó Vittorio antes de irse del lugar con Marina y su hijo. Más tarde, al ver la falta del Zodiac, saldría decidido a recuperarlo y vengar la humillación. Ella le recomendó entonces que llevara su rifle para protegerse.

Ya era la madrugada cuando “el príncipe que nunca reinó” –como titula Beatrice Borromeo Casiraghi al documental estrenado hace unos meses en Netflix sobre la tragedia que se desató esa noche en el mar y que involucra a su propia familia– llegó en otro bote hasta el lugar en donde estaban anclados los veleros del grupo de amigos italianos.

Algunos –entre ellos Birgit– se habían quedado durmiendo en casa de amigos en la isla, otros se acomodaron en las literas de los barcos. Dirk, ese chico atlético y simpático que estaba ahí por casualidad, dormía acurrucado en uno de los asientos de la cubierta del barco del aristócrata italiano Vittorio Guglielmi Grazioli. El bote de Vittorio Emanuele se detuvo junto al del playboy Nicky Pende, convencido de que el robo del Zodiac había sido su idea. Fusil en mano, gritaba que los iba a matar a todos por invadir su territorio. Se oyó un disparo y Guglielmi se tiró al piso para esquivar la bala; sintió el fuego rozándole la cabeza. Pende se abalanzó sobre él para tirarlo al agua y sacarle el arma y mientras los dos caían al mar se oyó otro disparo. Siguió el fuego de las bengalas que otros navegantes encendieron en señal de alarma.

Los disparos se habían oído desde la playa. Un testigo vio salir del agua a Vittorio Emanuele y a Marina llegar con el auto. “Vittorio, ¿qué hiciste?”, le dijo a su marido. El testigo lo oyó responder orgulloso: “Les di una lección a los italianos”. Todavía no sabía que lo que pretendía que fuera un susto ya era un drama: Guglielmi –que tenía en su barco un arma calibre 38 que no usó– se incorporó, lleno de vidrios en las piernas, pero el hermanito de Birgit gritaba de dolor llamando a su madre. Una de las balas le había alcanzado la pierna a la altura de la arteria femoral y en su trayectoria había hecho estragos en su abdomen que se hinchaba de sangre mientras los amigos intentaban un torniquete.

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