A mediados de 1968, cuando tenía apenas 11 años, Mary Bell estranguló a dos vecinos de su barrio. Nadie sospechaba de ella, pero la descubrieron porque comenzó a burlarse de la familia de sus víctimas. Maltratada y abusada por su madre, la justicia consideró que debía ser internada en una institución de rehabilitación. Al ser liberada, en 1980, se cambió el nombre y se le perdió el rastro, pero reapareció para contar su vida y sus crímenes en un libro
Cuando la joven señora Brown, vestida de riguroso luto, abrió la puerta de su casa en Scotswood, uno de los suburbios pobres de la ciudad inglesa de Newcastle, se topó con una niña de rostro angelical. La cara le resultó conocida, era una vecinita a la que solía ver jugando en la calle
Por Infobae
La señora Brown empalideció. Martin era su hijo de cuatro años y lo habían encontrado muerto -estrangulado- tres días antes en una casa abandonada a pocas cuadras de ahí. Todo el barrio lo sabía y la policía estaba buscando al asesino.
–¿No sabés que Martin está muerto? – le respondió apenas pudo articular palabra la señora Brown a la nena.
La nena no se sorprendió en absoluto.
-Ya sé que está muerto. Lo quería ver en su ataúd – contestó.
Si se hubiese tratado de una adulta -diría después la atribulada señora Brown- la habría insultado y, de inmediato, avisado a la policía, pero era apenas una nena. Pensó que lo que estaba ocurriendo podía ser una broma cruel de los chicos del barrio o, quizás, resultado de una curiosidad infantil que no había reparado en el dolor que podía causar.
Eso lo pensó después, porque en ese momento, al escuchar la respuesta de la nena, solo atinó a cerrar la puerta.
La señora Brown no imaginó ni por un instante que Mary Bell, la nena de 11 años que había llamado a su puerta, era la asesina de su adorado Martin.
Martin, desaparecido y muerto
Martin Brown, de apenas cuatro años, había desaparecido la tarde del viernes 24 de mayo de 1968. La señora Brown lo buscó primero por todos los rincones de la casa y, después, ya desesperada, salió a la calle llamándolo a los gritos.
Los vecinos se sumaron enseguida a la búsqueda y uno de ellos, quizás con la cabeza un poco más fría, volvió a su casa y llamó por teléfono a la policía. Con el paso de las horas, la desesperación fue en aumento.
Nadie había visto a Martin y la policía local empezó a trabajar con la hipótesis de un perverso que lo había subido a un auto para llevárselo lejos del lugar. Mientras tanto, los vecinos seguían recorriendo la zona con la esperanza de encontrarlo sano y salvo.
Lo hallaron al día siguiente dentro de una casa abandonada, muerto. Estaba tirado sobre el piso, con restos de sangre y restos de lágrimas o de saliva que le surcaban el rostro. También había un frasco de analgésicos cerca de una de sus manos.
Se pensó que el chico se había caído y muerto a causa de un golpe en la cabeza. Recién en la autopsia se supo la verdad: tenía un golpe fuerte en la cabeza, como se veía a simple vista, pero no había muerto por eso, sino que lo habían estrangulado.
Se trataba sin dudas de un asesinato, pero la policía ni siquiera tenía una pista para identificar y capturar al o los asesinos. Nadie había visto ni escuchado nada.
Repuesta del dolor que le había causado, la señora Brown tampoco pensó en informar sobre la insólita aparición de la nena preguntona en la puerta de su casa tres días después del hallazgo del cadáver de Martin.
Burlas en un entierro
El inspector Dobson volvió a ver a Mary -la nena a la que había interrogado sobre la indicación del descampado- el día del velorio del pequeño Brian.
La vio, acompañada por otra chica de su edad, frente a la casa de los Howe donde familiares y vecinos estaban velando los restos del nene asesinado. Le llamó la atención la actitud de las dos chicas: cuchicheaban entre ellas, se reían y se burlaban de las personas que llegaban a la casa para dar el sentido pésame.
Dobson intuyó que ahí había algo más que una falta de respeto infantil y decidió llevarlas a la comisaría para interrogarlas.
“Mary Bell estaba de pie frente a la casa de los Howe cuando sacaron el ataúd. Yo estaba, por supuesto, observándola. Y fue cuando la vi allí que supe que no me atrevía a arriesgarme un día más. Estaba allí, riendo. Riendo y frotándose las manos. Pensé: ‘Dios mío, tengo que arrestarla’”, contó Dobson después.
En la comisaría, las separó en dos celdas y escuchó cómo, de pronto, se empezaron a insultar entre ellas a los gritos.
La otra chica, de 13 años, se llamaba Norma Bell y, aunque llevaba el mismo apellido, no tenía parentesco con Mary. Solo eran amigos, le dijo a Dobson cuando el inspector le preguntó, y acto seguido confesó.
Le contó que vieron a Brian jugando en la calle y lo convencieron para que fuera con ellas a jugar al descampado y que allí Mary le tapó la nariz con sus dedos y después lo estranguló. Trató de echarle todo el fardo a Mary, asegurando que ella sólo había mirado.
Mary fue mucho más dura y fría que Norma frente al interrogatorio. Al principio negó todo, pero se enredó al decir que Brian tenía el vientre marcado con una letra hecha con una tijera, un dato que la policía no había revelado.
Puesta frente a la evidencia, confesó: “Le apreté el pescuezo y me arrodillé sobre sus pulmones, así es como lo maté”, le dijo a Dobson.
-¿Por qué lo hiciste? – le preguntó el detective.
–Por el placer y la emoción de matar– respondió.
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