He comentado sobre la significación de María Corina Machado en el acontecer de la Venezuela contemporánea. Es un fenómeno social, liminar de lo político. Trasvasa a lo coyuntural y clientelar, como a una democracia de fingimiento que sólo es, por lo pronto y para los venezolanos, imaginería, vacua teatralidad.
A lo largo de dos décadas, María Corina o María Coraje, como se le llama, el mundo formal de los partidos –que no existían bajo la dictadura de Pérez Jiménez y que, tras el agotamiento de la república civil todavía creen existir, acaso como franquicias que subasta la dictadura– la ha preterido. Han usado de sus elevadas calificaciones, sí, para organizar eventos electorales, como el referendo revocatorio de 2004.
La cuestión es que al decidir insertarse dentro del entramado de la vida parlamentaria, como actora de la sociedad civil, aquellos buscaron limitarla, tamizarla partidariamente, tacharla luego por su manido «mantuanismo» –los Bolívar, los Toro, los Tovar, patriarcas de la Independencia sí lo eran– o por su falta de «tolerancia»; o por obedecer, se ha dicho, a una supuesta corriente antipolítica que amenaza a los profesionales de la política que se sirve a sí y que no sirve; esa que aún sobrevive y es desfiguración de la experiencia moral de la democracia, cuando se la entiende como una compra de espacios en pública almoneda.
En soledad elevó su voz para denunciar e intimar el grosero latrocinio revolucionario ante el mismo gobernante de turno fallecido, Hugo Chávez. Y en soledad acusó los golpes que recibiera su humanidad, en la cara, de manos de los esbirros del régimen mientras reía apacible el teniente Cabello. La oposición “partidaria”, misma que cerró su tiempo de manera deslucida con el traumático final del Interinato, al término la purgó. La dejó fuera de la Asamblea Nacional, para sumarla al país de los desheredados.
En suma, tal como se lo reclamase el expresidente José Mujica a quien fue su canciller, Luis Almagro, hoy secretario de la OEA, aún hoy se le recuerda a Machado, con socarronería, que es “esclava de los principios”, una “esclava del Derecho”.
Así, ante el vacío republicano y el fingimiento democrático, en una nación que se ha desmembrado, hecho diáspora hacia adentro y hacia afuera –cuya cruda imagen es la que corre por los caminos del Darién–, con tozudez ella se ha empinado desde el territorio de la orfandad en que se encuentran la mayoría de los venezolanos. Decidió interpretarlos en su «liminaridad», ofreciéndoles propósito a sus agonales tránsitos por espacios desérticos y sin alma.
Este símbolo lingüístico, propio de la filosofía y de la estética, es el que mejor interpreta al país despreciado, engañado y manipulado durante el curso de los veinte años precedentes, tras una prédica mendaz de participación protagónica. Se le ha situado en el estadio del no -ser y el no-hacer. ¡Y he aquí lo que sorprende a los que han malquerido a la Machado!
Silenciado, esquilmado, frustrado, el pueblo venezolano despierta para volver a ser y hacerse. Ocurre, de tal modo, simbólicamente, en un momento de tensión y apremio para la patria, como lo diría Mariano Picón Salas, el mítico regreso de lo personal y colectivo “al vientre materno”. Venezuela, casualmente, tiene nombre de mujer. En otras horas de oscurana le bastaba tremolar el mito bolivariano, pero lo han prostituido. Se instalan los venezolanos, pues, en un odre protector que sólo puede ofrecérselo y representarlo una mujer, una madre sincera, en ese tránsito dantesco entre círculos, desde el “estado transitorio” de comunidad indiferenciada, socialmente deconstruida le caracteriza hacia otro estructurado de libertad y de justicia. Es Machado, pues, un astrolabio para el rescate de la conciencia de nación.
Esa «liminaridad» –construir y reconstruir para que cobre “importancia lo subjetivo y el compromiso libre” del condenado a la nada– es el paso ritual indispensable. Es “el suelo fértil de la creatividad cultural”, es la situación que encierra “la semilla del desarrollo y del cambio social” que entre llantos y alegrías interpreta María Corina en cada rincón de una patria que buscar renacer y reencontrarse con el sentido de la plenitud.
Ingrid Geist, cuyo ensayo La liminaridad del rito (1999) me resulta seminal, la entiende como el momento de reflexión en vísperas del parto y cuando se “rompe la fuerza de la costumbre”, la del hábito, la del acomodamiento a la tragedia insoluble; eso sí, salvando las raíces, las ideas éticas que legitimen al porvenir. Es algo que mucho molesta a las escribanías diplomáticas y al voluntarismo partidario.
El proceso de disolución humana que ha cristalizado en Venezuela lo hizo posible la vileza del pueril ejercicio republicano y de ficción democrática inaugurado en 1999, que ha contado con el viento favorable del mundo digital de los no-lugares y del no-tiempo. No por azar el régimen de Maduro quiere primarias digitalizadas.
También es cierto que, en esa fase liminar del «rito de paso» que se realiza y cumple entre María Corina y el pueblo venezolano en cada rincón de nuestra geografía, se están dando revelaciones. Sólo alcanzan a verlas las gentes más inocentes, las víctimas de la maldad dictatorial, al redescubrir que sí existe la “esperanza de una vida verdadera”. La alcanzarán, sin lugar a duda. Es el regreso a la patria y el reencuentro, que es espacio y tiempo, “tiempo y espacio sagrados” ajenos a la práctica del narcisismo político a través de las redes e inmunes a los laboratorios de fake news.
La última de estas, obviamente, fue la de la inhabilitación forjada, celebrada por el régimen y sus contumaces contertulios para condicionar a la opinión. La experiencia demostró, enhorabuena, que mal se puede inhabilitar a lo que está en el útero de la venezolanidad y en estado liminar, a punto de nacer, en el instante de volver a ser. Machado, en suma, con o sin primarias ya ha forjado un liderazgo. Es lo relevante.