Cuando tenía 17 años, en 1998, y no podía votar aún, veía con una mezcla de vergüenza y desprecio como la mayoría del país decía que votaría por Hugo Chávez. Muchos familiares, amigos y profesores, para mí incomprensiblemente, me decían, entre otras cosas y llenos de imbécil entusiasmo que ese era “un nuevo Pérez Jiménez” (cosa demostrativa de una carencia total de ácido fólico), “que era el hombre de la etiqueta (cosa entendible solo para los que ven telenovelas) que pondría fin a la corrupción” y la babosada del siglo que escuché de un profesor de la universidad “para estar guindando mejor caer”. Esos eran los profundos argumentos que acabaron con la democracia que tanto sacrificio costó a nuestros abuelos, aquellos que se enfrentaron a la Seguridad Nacional de Pedro Estrada solo armados de ideas y dignidad. Mi padrastro, supongo que me veía bastante preocupado, estando en la calle, me dijo “entiende vale, la gente no vota pensando que si la democracia y esas cosas, votan arrechos, fíjate, señor (un transeúnte cualquiera) ¿Usted sabe qué es una constituyente? – no, no sé, pero si lo dice Chávez debe ser bueno – ¿ves Julio? La gente no piensa, está arrecha”.
Yo creo que allí fue donde nació mi vocación por ser politólogo, semejante misterio de la conducta humana me llenó de mucha curiosidad, pero creo que nunca recibí mejor clase sobre comportamiento electoral que la de mi padrastro en aquel instante. En efecto, el acto del voto está ligado más a las emociones que a la razón. Por eso Hitler logró acceder al poder, habiéndolo intentado previamente con un fracasado golpe de Estado que lo hizo notorio, las emociones corrosivas como el resentimiento, el odio social, el deseo de revancha, los mitos arraigados y un pobre sentido del funcionamiento de las instituciones políticas conspiran para que las personas cometan el suicidio de preferir a Barrabás al momento de elegir. Eso no debe interpretarse como un argumento en contra de las elecciones, al contrario, si queremos rescatar y fortalecer la democracia frente a sus enemigos pues debemos ser conscientes de los riesgos siempre presentes de nuestra propia naturaleza voluble.
El próximo 22 de octubre, los venezolanos han sido llamados a elegir, en un contexto de persecución y amenaza, usando casas, plazas y calles, al abanderado o abanderada de la oposición para enfrentar, en 2024, a todo el Estado autoritario en manos de Nicolás Maduro. En las primarias de la oposición, aunque tienen – o tuvieron – otros candidatos, solo hay dos opciones competitivas: Carlos Prósperi y María Corina Machado, el resto quizá renuncien y digan, demostrando su carencia de vocación de poder, que “no apoyan a ningún candidato” o continuarán solo para enmarcar en un cuadro y colgar en la pared, como un memorable recuerdo, una boleta electoral en la que apareció su nombre y le digan a sus nietos que fueron candidatos o candidatas. En todo caso, las cartas están sobre la mesa y el ciudadano debe elegir.
Yo tomé mi decisión y es públicamente conocida. Pero aquí, como debe ser, elige la mayoría. Solo le pediría a mis contemporáneos que aprendamos de la experiencia, ¿Cómo nos ha ido eligiendo por arrechera? ¿Qué ha pasado cuando nos dejamos dominar por la rabia de un momento y hacemos algo sin pensar? ¿Qué pasa cuando nos dejamos manipular por la propaganda, las redes sociales, las noticias falsas y descubrimos la verdad después de ojo sacado?. Aún más, ese candidato o candidata que será elegido, no es un mesías, ni un ungido de gracia divina, es una persona que debe sumar aliados, que debe buscar todos los votos de cara al 2024 no solo los que comparten su visión particular del mundo, es aquel o aquella que debe plantear un camino viable y factible a la transición de la dictadura a la democracia. Una transición implica, no hay otra vía, amnistías, justicia transicional, acuerdos y pactos políticos, convivencia entre ideas contrapuestas, reformas políticas progresivas y un mensaje que genere tranquilidad, sosiego y confianza para todos los actores y la sociedad en general. No nos dirigimos a una batalla final sino al posible inicio de una Venezuela que pueda dirimir sus controversias con apego a los derechos humanos y al diálogo. Llegar allá tendrá sinsabores, contemplará hacer pactos y acuerdos “con un pañuelo en la nariz”, contemplará ser adaptable a las circunstancias antes que impositivo porque ya sabemos a dónde termina enfrentar palos y piedras contra fusiles y tanques (siempre lo hemos sabido pero también siempre a la voz de la prudencia la tapa la voz de los “valientes” que llaman a combatir a los hijos de los otros cuando los propios están fuera de peligro).
El 2024 es crucial en el sentido en que si logramos una transición democrática podríamos enfrentar con éxito la crisis humanitaria compleja y restituir los derechos económicos, sociales y culturales arrebatados por el madurismo que impulsaron la escandalosa migración de venezolanos al exterior. El contexto conspira, el mundo está en guerra, el ojo de la opinión pública internacional está más interesado en Ucrania e Israel que en nuestro golpeado país, para otros países interesa circunstancialmente más el petróleo debajo de nuestros pies que la gente que aquí habita. Incluso, para algunos países sería infinitamente mejor mantener a Maduro allí si a cambio tienen el petróleo que necesitan, los venezolanos y sus sufrimientos no es que les sean indiferentes es que son irrelevantes. ¿No nos gusta cómo suena eso?, a mí tampoco, pero es la realidad.
Incluso el escenario puede ser peor, mantener en el poder a la coalición dominante implicaría el riesgo de meternos en los conflictos imperiales de los tutores de Maduro, Rusia y China, y ese riesgo debe hacerse notorio a la opinión pública gracias a un liderazgo opositor legitimado en primarias que capitalice en favor de la democracia todos los votos, logrando incluir en un proyecto de país hasta a los comunistas que ayer respaldaron lo que hoy sinceramente es una amenaza para todos. Eso es una tarea difícil y no pueden emprenderla quién tiene sobre si inhabilitaciones que aunque injustas, ilegales e inmorales constituyen un veto que imposibilitaría la viabilidad de una opción de cambio. No es un asunto de voluntarismo, de tener testículos u ovarios bien puestos, de poner cara de bravo o pegar un grito, es un asunto de inteligencia, razón y meditación, este país no aguanta otro camino infructuoso, no aguanta otra “salida” que justifiquen más presos, más asesinatos, más torturados, más exiliados o más inhabilitados. Yo sé que pido algo difícil, pido a mis contemporáneos usar la razón antes que la emoción a la hora de votar, eso contradice lo que yo mismo he estudiado sobre el acto del voto, contradice toda la experiencia precedente, contradice nuestra propia historia patria, pero debemos elegir bien. Yo votaré por Carlos Prósperi, ya no es 1998, hoy si puedo hacer algo para evitarle sufrimientos inútiles a Venezuela. Ojalá sean escuchadas – más bien leídas – estas palabras y no que mañana tenga que escuchar la cantaleta, por 20 años más, de arrepentidos diciendo que “se equivocaron” por dejarse dominar por la arrechera.
Julio Castellanos / [email protected] / @rockypolitica