El desafortunado simulacro que casi le cuesta la vida a Franklin Roosevelt en plena Segunda Guerra Mundial

El desafortunado simulacro que casi le cuesta la vida a Franklin Roosevelt en plena Segunda Guerra Mundial

Franklin Roosevelt, el presidente que condujo a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y estuvo cerca de morir por el ataque de un barco propio (AP Photo/Henry Burroughs, File)

 

Cuando estrecharon sus manos, ya sabían no sólo quién era quien, cómo pensaba cada uno y qué pretendía cada país al que representaban cuando terminara, y el final era inminente, la Segunda Guerra Mundial. Así que se saludaron como cordiales enemigos, sobre todo Franklin Roosevelt, presidente de Estados Unidos, y el primer ministro británico Winston Churchill con el dictador soviético José Stalin, que encaraba en ese momento el esfuerzo de guerra más grande y sangriento contra la barbarie nazi.

Por infobae.com

Churchill sabía que su viejo imperio se resquebrajaba, Roosevelt sentía que Estados Unidos saldría de esa guerra como una nueva potencia mundial, enfrentada a la URSS, y Stalin se disponía a enfrentar a uno y a otro una vez hubiese ajustado cuentas con Adolfo Hitler. La Guerra Fría, que ni fue guerra ni fue fría, trazó su laberinto en la mañana del 28 de noviembre de 1943, cuando los tres grandes se reunieron en el edificio de la embajada soviética en Teherán para planificar la estrategia final de la guerra contra Alemania, la apertura de un segundo frente en Europa occidental, que llevaría al desembarco aliado en Normandía en 1944, y para decidir el destino de un mundo todavía en pañales.

Pudo no ser así. La Conferencia de los Tres Grandes en Teherán estuvo a punto de no celebrarse, el curso de la guerra, y de la historia, pudo haber sido diferente y Roosevelt tuvo mucha suerte de llegar con vida al encuentro. Días antes, el 14 de noviembre, el presidente americano, su secretario de Estado, Cordel Hull y parte de la plana mayor civil y militar que conducía la guerra, estuvo a punto de volar por los aires a bordo del USS Iowa que los acercaría a Teherán, torpedeado por otro barco estadounidense, el USS William D. Porter en uno de los episodios más extraños, menos conocidos y más disparatados de aquella guerra tremenda. Que un barco de guerra ataque a otro barco de guerra de su misma bandera, que además conduce al presidente del país y a sus más importantes figuras políticas y militares es bien extraño aún cuando, como en este caso, se haya tratado de un error y no de una operación de guerra.

El 12 de noviembre, el yate presidencial Potomac acercó a Roosevelt y a su comitiva al “Iowa” a la bahía de Chesapeake y a la desembocadura del río Potomac, que recorre Washington camino al mar. El “Iowa” se había convertido en el acorazado presidencial por excelencia: fue el primer barco de guarra con bañadera de la historia y el primero con ascensor que permitía el sube y baja entre las cubiertas. Todo para satisfacer las necesidades de Roosevelt, víctima de la polio cuando era ya un político consagrado. El buque presidencial -no había otra forma de cruzar el océano para los presidentes- sería escoltado por un convoy de naves destinadas a protegerlo de cualquier ataque alemán en aguas hostiles. Entre esos barcos escolta estaba el William D. Porter, que sería la nave de su desgracia. La gente de mar es supersticiosa y razones debe tener en serlo. El William D. Porter era un barco signado por la mala suerte. Un barco mufa, si se permite el sacrilegio, al que la marinería bravía y montaraz no se atrevía a mencionar por su nombre completo: lo llamaban “Willie Dee”.

“Willie Dee” era el tercer destructor de la escolta del “Iowa”, con Roosevelt a bordo, de un total de tres buques iguales, más dos portaaviones ligeros, que serían la flota de custodia del presidente estadounidense en su viaje a Mers el-Kebir, Argelia, primera etapa marítima del largo viaje a Teherán signado por el temor de un ataque submarino de los nazis.

La mala pata perseguía al “Willie Dee”. Ya en el inicio de su viaje, antes de reunirse con el resto de la pequeña flota de custodia y ni bien el comandante Wilfred Walter dio la orden, “Atrás, despacio” y el orgulloso destructor se puso en marcha, se oyó un estrépito de catástrofe que hizo presentir lo peor. Cuando Walter y su plana mayor se asomaron por la borda para evaluar daños, vieron que todo era nada. Nada para el destructor. El que lo había pasado peor era un mercante vecino al que, en el momento de zarpar hacia atrás y despacio, el ancla del “Willie Dee” le había arrancado barandas, balsas salvavidas, un bote de remos, los remos y otros bloques de madera, metal y vidrios.

No habían pasado veinticuatro horas cuando, ya unido a la flotilla custodia de Roosevelt y cuando navegaban por un área del océano conocida como Mar de los Sargazos que era un cementerio de barcos de todas las épocas, una gran explosión levantó una enorme columna de agua, como si un submarino nazi anduviera en la zona haciendo de las suyas. Se dispararon todas las alarmas, hubo zafarrancho de combate y todos los artilleros se ubicaron en sus puestos. Pero no era un submarino de Hitler: era el “Willie Dee” al que se le había soltado y caído al mar una de sus bombas de profundidad que debía haber tenido su seguro colocado y no lo tenía. El explosivo había detonado, como estaba mandado, a la profundidad indicada en los manuales y había desatado aquel aquelarre de defensa inmediata.

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