Una serie de acontecimientos extraños, que rompían la rígida rutina carcelaria, se concatenó la mañana del 28 de noviembre de 1994 en el Instituto Correccional de Columbia, en Portage, y todos conspiraron contra la vida del recluso Jeffrey Dahmer, más conocido como El Caníbal o El Carnicero de Milwaukee.
Por infobae.com
Lo de “carnicero” le venía por su rara habilidad para trozar a sus víctimas, lo de “caníbal” por lo de cocinar algunas de sus partes para comérselas. A la prensa se le había escapado otro apodo posible, el de “fabricante de zombies”, porque Dahmer también había intentado transformar a algunos de los jóvenes que había matado en “muertos vivos” para que se quedaran en su casa a acompañarlo y, de paso, seguir violándolos.
Por todas esas cosas, dos años antes un tribunal lo había condenado a 15 cadenas perpetuas sucesivas, las que significaban unos 900 años de cárcel.
A pesar de eso, las autoridades penitenciarias no temían por la peligrosidad de Dahmer. El asesino en serie, de 24 años, había actuado siempre en circunstancias que eran irreproducibles en la cárcel: no era un tipo capaz de armarse con un cuchillo o de fabricar una faca para acuchillar a otro. No era por eso que lo tenían casi confinado y siempre vigilado en los inevitables momentos en que interactuaba con otros reclusos.
El problema de Jeffrey era que se hacía odiar contando sus crímenes hasta llevar a los demás al borde del vómito y haciendo bromas sobre su canibalismo. Lo que más le gustaba era dar formas de partes de cuerpos -una mano, un brazo, una pierna- a la comida de su plato y después rociarlas con kétchup diciendo que era sangre y que así era como se los comía. También se burlaba, sin hacer distinciones entre presos y guardias, diciendo que no se descuidaran porque los iba a morder.
Además, a manera de provocación, en la pared de su celda tenía pegado un póster que decía “Caníbales Anónimos”.
Extraño crimen en el gimnasio
Por todo eso era una ley no escrita que jamás había que dejar a Dahmer solo con otros presos. Desde que había llegado a la cárcel, dos años antes, el Carnicero de Milwaukee había pasado los primeros meses en un estricto aislamiento, hasta que protestó porque se sentía solo y pidió que le dejaran compartir algunas actividades con la población del penal. Se lo permitieron, pero siempre con un guardia que no le sacaba los ojos de encima.
Unos meses antes, un preso del que se burlaba constantemente había intentado degollar a Dahmer en el baño, pero sólo alcanzó a hacerle una herida leve en el cuello. Después de eso, las autoridades de la prisión habían pedido una vez más que lo trasladaran a un instituto psiquiátrico, pero el juez se había negado.
Ese era el contexto la mañana del 28 de noviembre de 1994, cuando -deliberadamente o por negligencia- se produjo ese inexplicable cambio en la rutina carcelaria que tendría un desenlace fatal.
El primer hecho extraño fue que sacaran a Dahmer de su celda y lo llevaran a limpiar el gimnasio junto con otros dos presos, Christopher Scarver, un esquizofrénico, y Jesse Anderson, culpable de asesinar a su esposa. El segundo, que lo dejaran solo con ellos, porque los guardias que debían vigilarlos se esfumaron.
Al rato lo encontraron en el piso, con la cabeza aplastada por una pesa y rodeada por un verdadero lago de sangre.
Ese mismo día comenzó la investigación pero, a decir verdad, salvo las autoridades de la cárcel que temían pagar por su negligencia, nadie lamentó la muerte de Jeffrey Dahmer porque para la mayoría de la opinión pública norteamericana las 15 cadenas perpetuas sucesivas con que lo habían castigado eran casi un regalo para un criminal que merecía la pena de muerte.
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