Su cuerpo, con el cuello partido por el lazo de la horca, se balanceaba en el vacío, entre gritos de júbilo y una francachela de estudiantina entusiasmada, en cambio del recoleto escenario que presupone una ejecución; tal era el escándalo del festejo, que el júbilo llegaba a través del teléfono a miles de kilómetros de distancia, hasta la central de la CNN en Estados Unidos adonde, segundos antes, había llegado también la voz alegre y exaltada de Nouri al-Maliki que había dicho al periodista de la cadena noticiosa una frase histórica: “El cuerpo de Saddam está frente a mí. Se acabó”. El periodista quiso saber qué era aquel ambiente verbenero que le llegaba desde tan lejos y Maliki le confirmó, seco y lacónico: “Son funcionarios del ministerio y del gobierno. Celebran su muerte”. Y colgó.
Por Infobae
Habían pasado pocos minutos de las seis de la mañana del 30 de diciembre de 2006, hace diecisiete años. Cuando Malik cortó su diálogo con la CNN, el cadáver de Saddam Hussein, que había sido el hombre más poderoso de Irak, un auténtico trueno en el volátil Medio Oriente, que había hundido a su país en tres guerras desastrosas, que había gobernado por más de veinte años al frente de un régimen de terror que asesinó, torturó o mandó al exilio a miles de opositores; ese cadáver todavía tibio se balanceaba en el extremo de un cadalso improvisado, despojado, en lo alto de un salón oscuro y sudoroso del viejo y temido edificio que había sido la sede de la inteligencia militar de Hussein, al norte de Bagdad, y que ahora era parte de una base militar estadounidense.
Malik sabía de qué hablaba cuando mencionó al periodista de la CNN que el bullicio entusiasmado y ruidoso alrededor del cuerpo de Saddam se debía al festejo de funcionarios del gobierno: desde mayo de ese año, era el primer ministro del nuevo gobierno provisional de Irak, surgido luego del derrocamiento de Saddam tras la invasión de Estados Unidos a ese país en marzo 2003. Feroz opositor al régimen de Hussein, Malik había conocido la persecución y el exilio y, en los años 70, cuando era un muchacho universitario veinteañero, nació en 1950, se afilió al partido político Dawa, formado por musulmanes chiíes, al que la dictadura de Saddam y de su partido nacionalista, Baath, de confesión suní como su líder, combatía.
Junto a Malik celebraba un médico neurólogo, también férreo opositor a Hussein y que ahora asesoraba al gobierno provisional. Era Mowaffak al-Rubaie, que días después iba a jactarse de tener en su casa la soga de la que colgaba el ex hombre fuerte de Irak: “Simplemente se rindió, quedamos asombrados”, dijo Rubaie encantado incluso de su propia sorpresa. Decía la verdad, pero no toda. Saddam había llamado a resistir, la llamó “La madre de todas las batallas”, la invasión estadounidense a Irak, en busca de armas químicas que nunca fueron halladas, que siguió al terror causado por las voladuras de las torres del World Trade Center de New York en septiembre de 2001.
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