A los pies de la “Loma de los Chorrillos”, una “toma” o barriada ilegal situada en los cerros que asoman al Pacífico en la ciudad costera del Viña del Mar, los ancianos recuerdan que hace ya más de seis décadas la gente escalaba las quebradas para intentar ver a un joven fenómeno del fútbol al que llamaban Pelé.
Hoy, observaban con similar sorpresa pero enorme terror el subir apurado de los bomberos, de los hijos y nietos que vieron crecer en este empobrecido cerro, para tratar de frenar -sin éxito- el fuego, procedente del vecino polígono industrial y los montes próximos al parque natural del Lago Peñuelas, que desde el viernes en la mañanas consumen sus precarios hogares, escasas pertenencias y sueños envueltos en humo negro.
“Corran, corran, Dios mío corran, se me quema la casa”, gritó Marcela, apenas de 38 años, melena desgreñada, camisa empapada y pantalón tejano, mientras los vecinos acarreaban pesados cubos de agua y estiraban escuálidas mangueras entre llamas que bailaban al son caprichoso de viento levantino.
Una cabaña construida con madera barata, escasos fierros, coronada por un tejado de lata, que para su fortuna era la única de la veintena que se arracimaban, sin electricidad ni agua, en la denominada “Vuelta de la Palmas”.
Algunos metros más abajo, una dotación de la “bomba israelí”, uno de las varios cuerpos de bomberos voluntarios de la afamada ciudad desenrollaban las mangueras, más caudalosas y gruesas, entre la maraña de cactus y retama, y enfocaban el chorro a presión hacia los altivos eucaliptos, la auténtica gasolina de esta tragedia.
Una cadena de incendios forestales que desde el viernes arrasan la periferia de Viña del Mar y su vecina Valparaíso y que, según las primeras estimaciones, ha causado casi medio centenar de muertos y miles de damnificados.
Entre estos últimos, todos los vecinos de la Loma Chorrillos, entre ellos la propia Marcela, a quien apenas le quedó nada más que una vida tiznada de ceniza incandescente.
Unos pocos metros más abajo, en las últimas cuadras que cruzan la pendiente, Jorge, 75 años, mirada cansada, pelo blanquecino por las canas y las pavesas de ceniza que danzaban en el cielo, miraba como el fuego avanzaba hacia el centro comercial vecino y el colegio alemán, en cuyo terreno en 1962 entrenó la Brasil del novato Pelé.
Acomodado en la baranda del Club de Fútbol Juventud, en el que soñó poder jugar aquella Copa del Mundo que Brasil ganó en territorio chileno con su estrella lesionada, comentó que este era un drama anunciado.
“Aquí el municipio no se preocupa, menos de las tomas. Tampoco el colegio. Nadie ha limpiado los cerros, y son bombones para el fuego”, afirmó a EFE.
“Los incendios, como las inundaciones o cualquier otra catástrofe, son un problema de los pobres. Los ricos lo tienen todo”, dijo con aire de filósofo futbolero.
En El Pantagual, a media hora de coche por la autopista que circunvala las capitales del Pacífico central chileno, Elba Concepción, un profesora de Ciencias Naturales jubilada originaria de la ciudad sureña de Coyahique, coincidió en el análisis.
Responsabiliza a los eucaliptos que colonizan la rivera seca del riachuelo que escolta su casa y a la desidia de las autoridades.
“Estamos cansados. El eucalipto ni siquiera es una especie nativa, que se chupa todo el agua. Estamos cansados de decir que queremos cortarlos, que cortas un eucalipto y arman tremendo escándalo. No se quien los protege”, aseguró a EFE.
Tres casas más allá, junto a la ermita calcinada en la que se juntan la dotación de bomberos llegada de la lejana localidad costera de Zapallar, don Carlos se lamentó de los mismo, pero con cierta fatiga.
“Todos esos eucaliptos. Años y ahí están. Y con esos eucaliptos que prendieron salto la chipa que quemó la casa. Hemos pelado durante años para que vengan a podarlos de la municipalidad y nunca han venido”, criticó.
A medio camino entre El Pantagual y Viña del Mar, un grupo de vecinos se afana por limpiar el basural al que despuntan sus modestas casas y aplauden con felicidad cuando se les suma una partida de carabineros.
El incendio bulle al otro lado de la autopista, con el crepitar de los árboles, el ulular del viento, el escozor del humo negro, el estruendo de los helicópteros, los gritos de los que huyen y el aullido de los perros, en una sinfonía macabra.
A María y su nieto, Lucas, solo les salen plegarias a la Virgen, el clavo al que se agarran los desesperados cuando como ellos mismos dicen: “se pierde la esperanza en los políticos, que solo se acuerdan de los pobres cuando les alcanza la desgracia”. EFE