Gravemente agudizado el fenómeno en la última década, luce evidente el retroceso político que hemos experimentado en el desarrollo de las campañas electorales de cualesquiera niveles. Sobre todo, las del oficialismo ha compensado sus fallas y deficiencias gracias a los inmensos recursos económicos de los que ha dispuesto, despilfarrándolos y apropiándose al mismo tiempo de los recursos simbólicos del Estado, en detrimento de una oposición de tan precarios medios disponibles que, además, inevitable, recrea sus propias limitaciones.
Únicamente posible en los comicios libres y altamente competitivos, a partir de 1958 supimos de una rica experiencia de campañas cada vez más especializadas, eficaces y creadoras, contando con asesoría nacional o internacional, frecuentemente ejemplificada por la reiterada estigmatización de Carlos Andrés Pérez como el ministro-policía y asesino convertido en el exitoso hombre que camina para una democracia con energía, en 1973. Valga la paradoja, el asunto escondía una realidad: los acusadores fueron los que antaño – absurda e innecesariamente – emplearon a fondo la violencia, todavía hoy defendidos por quienes pregonan la paz con el puño cerrado.
Específicamente, las campañas electorales para la presidencia de la República gozan de una particular naturaleza, sentido, despliegue, alcance y consecuencias. Todo aquél que, desde temprana edad, se ha contado como dirigente estudiantil, o ha medido sus no menos legítimas aspiraciones en los ámbitos partidistas, gremiales o vecinales, entre otros, por lo menos intuye, que las presidenciales reclaman percepción, ingenio, lenguaje, cohesión, disciplina y coraje para rivalizar en el mercado político, expresión – por lo demás – muy limpia y contrastante con su desenfadada negación, inherente a todo autoritarismo o totalitarismo.
Obviamente, bajo los regímenes de fuerza que simulan la selección popular de los titulares de los órganos del Poder Público, añadida la llamada fórmula del autoritarismo competitivo, el mensaje tiende a ser más elemental, simple, maniqueo y brutal, perdiendo complejidad y novedad estratégica. Ocurre con los socialistas de este siglo que se ha traducido en el desaprendizaje de sus disidentes, adversarios y oponentes: para aquellos, la improvisación tiene por inmediata compensación el uso y abuso de una hegemonía, y, para éstos, resulta incomprensible y también imperdonable, porque – conscientes de la realidad que trepida – ha de ser capaz de concebir e implementar una campaña que le dé identidad y empuje para la inmediata construcción del consenso necesario y ganador.
Suele equivocadamente asimilarse a la mera o vulgar publicidad de un detergente, como si el mercadeo político no tuviese la peculiaridad universal que lo distingue de otras faenas. Hay giros verbales, imágenes, estribillos, movimientos, colores, sonidos, fuentes y hasta puntos de letras, que nos avisan y convencen de encontrarnos ciertamente bajo una organizada promoción electoral, aún sin el calendario correspondiente, Sin embargo, podemos advertir, parte de la improvisación electoral, es la de proclamar formalmente toda aspiración, sin el indispensable y correlativo esfuerzo de promoción.
Por supuesto, generalizando, las campañas electorales son de elevados costos económicos, pero éstos tienden a reducirse, en medio de las peores condiciones, como la (auto)censura y el bloqueo informativo, con el desempeño mismo de los aspirantes y sus colaboradores, capaces de intuir o de saber que se requiere de una estrategia cónsona con las herramientas correspondientes. En tiempos remotos, las secretarías de propaganda de los partidos y un sector concreto del comando de campaña que, desde un primer instante, ha de existir superlógicamente, fundamentaban y encaraban el asunto antes de que llegaran los legendarios consultores extranjeros, como Joe Napolitan y David Garth, o contasen con los del patio, aparentemente ahora escasos, entre otros motivos, porque recibir o, peor, dictar clases de pregrado o postgrado en comunicación política, no hace a todos aptos para tan delicada, puntual y exigente asesoría.
Valga recordar que hubo un enorme interés en la materia, cautivando a venezolanos que ejercieron antes la política, y, después, descubrieron su vocación y talento para la consultoría, con una importante y acumulada experiencia en el exterior, permitiéndonos mencionar a contemporáneos como Max Guerra, Pedro Silva Agudelo, Orlando Goncalves, Carlos Alberto Escalante, Carlos Massini y Mercedes Elena Bello. Luego, es necesario reivindicar un oficio tan asociado a la democracia liberal, trastocado en un indicador notable y confiable de sus éxitos y fracasos.