No son pocos quienes, sin padecer celiaquía o intolerancia al gluten, deciden eliminar de su alimentación las harinas.
Y si bien cada vez hay más evidencia de lo perjudiciales que son las harinas refinadas para la salud en general, lo cierto es que, cuando en la actualidad se habla de “dejar las harinas”, se hace referencia a todos los alimentos que contienen almidones, entre los que se incluyen pan, galletitas, pastas, papa, maíz y sus derivados, batata y otros tubérculos, arroz blanco, azúcar y productos que contengan azúcar.
Así, la alimentación se basaría en el consumo de frutas frescas, legumbres, verduras y hortalizas, carnes, aves, pescados, huevos y lácteos, entre otros.
Una aclaración no menor en este punto es que las harinas blancas son las más procesadas. De hecho, deben su color al proceso de refinamiento, en el que se eliminan todos sus nutrientes, por lo que resultan menos sanas. Sin embargo, reemplazarlas por las integrales bien podría ser una opción ya que estas conservan la fibra, sus vitaminas y minerales.
Los efectos de dejar de comer harinas
Una de las primeras consecuencias de una alimentación sin harinas sin dudas será el descenso de peso, ya que al eliminar de la dieta todo este tipo de alimentos, se reduce de forma considerable el aporte de carbohidratos.
Además, por extraño que parezca, las personas experimentan una mayor sensación de saciedad y reducción del apetito (esto es por las fibras que contienen las harinas sin refinar, que ayudan a que el hambre tarde más en aparecer).
Más a largo plazo, la disminución o restricción en el consumo de almidones previene el riesgo de desarrollar diabetes, según una investigación realizada por el Hospital Universitario Miguel Cervet, en Zaragoza, España.
Asimismo, los niveles de triglicéridos disminuirán, ya que el hígado dejará de crear la grasa que se genera a partir del exceso de glucosa, que aportan estos carbohidratos. Y como consecuencia de esto, también se regulan los valores de presión arterial, que junto con los factores antes mencionados (diabetes, obesidad, síndrome metabólico, etc) aumentan el riesgo de padecer problemas cardiovasculares.
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