Sin precedentes en América Latina, un país al que la demagogia socialista, estatista y colectivista haya destruido económica y socialmente. En los últimos años, Venezuela ha ocupado titulares por razones que desgarran el corazón. Una nación con potencial ilimitado de recursos humanos y naturales envidiables; hoy, sumida en una profunda crisis política, económica, social. Y, ante la patética realidad, surge una pregunta: ¿Es acaso malo llorar por Venezuela?
Llorar, es una expresión humana natural con frecuencia subestimada. Es una reacción emocional que surge cuando el dolor, la tristeza o impotencia, abruman corazones. Y en Venezuela, ¿cómo no sentirse agobiado? Enfrenta aprietos humanitarios sin precedentes, miseria e indigencia, inflación galopante, violencia desenfrenada, inmoral persecución política y una diáspora masiva en busca de una vida mejor, que le ha sido negada en su terruño.
Venezuela emerge como símbolo de lucha, dolor y esperanza. Problemas que la devastan y despiertan un torrente de emociones; en la que, desolación y llanto son protagonistas recurrentes. Llorar por Venezuela es un acto de conciencia ante una situación dolorosa. Una muestra de empatía y solidaridad con quienes soportan las secuelas de una tragedia. Un grito de indignación ante la injusticia, violación de los Derechos Humanos y atropello a la integridad electoral. Un lamento por las vidas perdidas, sueños rotos y oportunidades desperdiciadas. Un acto de esperanza, que no se limita a lágrimas de tristeza, por el contrario, un recordatorio del compromiso en socorrer y aliviar la zozobra de los sufridos.
Creer en la posibilidad de un futuro para un país devastado por la corrupción e incompetencia. Es mantener viva la llama de la resistencia, la lucha por la libertad y la democracia. Es respaldo por los que luchan y sobreviven en la incertidumbre, carencia y represión. Es apoyar a los valientes que, a pesar de las adversidades, continúan arraigados bregando un cambio pacífico.
Llorar por Venezuela no es derramar lágrimas por un país en apuros, es un acto de humanidad que recuerda la capacidad para conectar con el sufrimiento ajeno. Una expresión de apoyo, empatía y esperanza que trasciende fronteras. Vínculo con los ciudadanos mostrando que no están solos en su lucha. Un lazo de que, separados por océanos, compartimos un mismo hogar. Comprender a quienes han perdido seres queridos; y los forzados a abandonar sus hogares. Mientras haya injusticia y desconsuelo, jamás ser indiferentes, por el contrario, levantarnos, hacer lo posible para construir un mundo justo y compasivo.
¿Acaso llorar por Venezuela es malo? No, es un acto de sensibilidad responsable hacia la sociedad. Por tanto, debemos preguntarnos qué podemos hacer para convertir lágrimas en un motor de cambio y transformación. María Corina Machado lo está haciendo y logrando con éxito, la ciudadanía se lo agradece con demostraciones de apoyo creciente. Razón suficiente para que teloneros, zarandajos y convivientes la adversen con inquina.
Argumentan que llorar es inútil, y no produce cambio. Esta visión simplista pasa por alto el poder transformador de la emoción humana. El llanto por Venezuela es un llamado, una señal de que no se puede permanecer inmutable ante la congoja ajena. Y, cada lágrima derramada, es un eco de la injusticia que se debe combatir con determinación.
Llorar por Venezuela es resistencia ante la desesperanza, un acto de rebeldía contra la resignación y apatía. Una forma de mantener viva la esperanza, donde la democracia, libertad, justicia y prosperidad sean una realidad para los venezolanos.
@ArmandoMartini