Llama por lo menos a perplejidad cómo algunos compañeros –y la verdad es que son pocos los exentos de insensateces y desatinos–, en lugar de aprovechar la excelente oportunidad que les está ofreciendo la realidad nacional (incluyendo el desgaste exponencial del régimen rumbo a su debacle) de consolidarse como dirigentes y hacerse verdaderos líderes, se dejan llevar, más bien, por la pequeñez y la mezquindad histórico-políticas.
Escasez de grandeza y de sentido del momento, que se expresa en el afloramiento mediático de rivalidades absurdas, confrontaciones verbales signadas de majadería, señalamientos temerarios, acusaciones indirectas mutuas, e intriguillas y resquemores, que ningún favor le hacen a la causa común, y que, antes bien, la perjudican dado que se prestan para concitar confusión y desaliento, y quién sabe si desmovilización.
Precisamente, para no echarle leña al fuego y atizarle las brasas al fogón de la dictadura, y dado que la idea no es poner maliciosamente en evidencia a nadie en particular, no nombro ni hago alusión a compañero alguno. Todo –rostros, expresiones, gestos, actitudes, palabras y acciones–, sin embargo, está en los medios, figura en las redes, y todo el mundo puede ver y juzgar. Y, en fin, que cada quien se mire en su propio espejo. Que cada quien asuma su propia responsabilidad.
Liderazgo, en cuanto acción y efecto de liderar, es la consumación de un proceso psicosociológico, no exento de lo moral y lo espiritual, a través del cual una persona o una corporación influye en otros, los orienta y los conduce en el propósito de alcanzar un objetivo común determinado. Implica cualidades y habilidades como la credibilidad, la empatía, la comunicación efectiva, la toma de decisiones y la capacidad probada para resolver problemas.
(Para aclarar: “liderazgo” y “liderato” no significan necesariamente lo mismo. Teniéndose claro lo que es “liderazgo”, conviene precisar que “liderato” se refiere más bien a la figuración en el primer lugar en “la tabla de posiciones” de determinada confrontación o competencia. Ilustro el parangón con un ejemplo de actualidad: María Corina Machado además de ejercer en este momento un innegable liderazgo político, moral y espiritual de la gran mayoría de los opositores demócratas venezolanos, también mantiene, al menos según las encuestas –pese a que en este momento no es oficialmente candidata–, un “liderato” abrumador en las preferencias político-electorales en relación con la próxima Elección Presidencial, lo que la convierte, al menos y por cierto, en la “Gran Electora”)
Un buen líder, sobre todo en Política, debe, en principio, ser un buen comunicador, un comunicador asertivo y eficaz; y, sin desmedro de su carácter genuino, de su autenticidad como persona, necesita ser también un actor. Mas, no necesariamente un comediante cínico o un demagogo. No un pragmático calculador, cuyos actos consuetudinarios se basen en el controvertible cuanto perverso axioma funcionalista “el fin justifica los medios”.
Debe ser un actor honesto que, en arreglo a un buen guion –uno pergeñado, reflexionado, corregido e impecablemente redactado– sepa representar con talento un determinado papel… según la obra, el escenario y el momento en los que le toque desempeñarse, vale decir, actuar y exponerse ante un auditorio (y, por supuesto, en los medios, incluyendo las redes sociales).
Un buen líder político, uno que aspire llegar al poder y ejercerlo como un estadista, (y cabe la acotación de que todo estadista es un líder, mas no todo líder es un estadista) debe hacer lo posible por actuar como tal, incluso si para los efectos tiene que asumirse como un actor en representación del papel de un estadista, cualidad que, si no es genuina, está obligado a adquirirla voluntaria y diligentemente por aprendizaje autodidáctico.
Con el historiador Charles Beard, palabras más, palabras menos, me permitiría decir que “un estadista es aquel que tiene la lucidez para anticiparse al futuro sin desconocer la Historia ni preterir el presente, vislumbrar el lugar que les corresponde a sus seguidores y a su nación en ese futuro, trabajar inteligentemente para prepararse y prepararlos a todos para su destino, combinar el coraje con la prudencia y la discreción, SABER EXPRESARSE, MEDIR SUS PALABRAS Y ACTUAR CON CAUTELA CUANDO SEA NECESARIO, y entrar y salir del escenario con Dignidad y con un grado razonable de respetabilidad”.
Todo esto, acaso paradójicamente, significa que un buen líder político, sobre todo si se asume estadista y se propone honrar esa condición y conducirse como tal, en no pocos casos, según las circunstancias, debe “administrar” sus impulsos, su carácter, sus creencias, sus sentimientos y sus palabras, de manera de que en sus actos, en lugar de solo las pasiones (que también cuentan, por supuesto), se desdoblen, de cara al conglomerado que lo admira y que lo sigue, y aun de sus adversarios, la prudencia, la templanza, la sensatez, la serenidad y el sentido común.
Y precisamente por ello, el líder tiene la obligación de “intervenirse” a sí mismo, de morigerar lo consustancial de su propia personalidad y hacer que sus palabras y sus acciones se concierten, más que con su ego, de por sí fuerte, y con sus motivos más íntimos, con su “deber ser” político y social, vale decir, con lo que tanto sus seguidores como los que no lo son esperarían de él.
Un líder político, uno que se pretenda estadista, no es ni un poeta ni un “rebelde sin causa” (y qué lástima, ¿no?, que, por la incompatibilidad de tales “oficios” en términos de razón existencial y deberes ciudadanos, no pueda serlo), y para ser bueno y alcanzar sus propósitos, debe asumir que no es en ningún sentido ni perfecto ni infalible, y que permanentemente será desafiado por las circunstancias, sobre todo por las imponderables, por las que, al acecho, agazapadas en las sombras, no siempre se ven venir.
Y algo muy importante, amigos líderes: los liderazgos no son títulos nobiliarios, ni grados académicos ni licencias sin caducidad. Si algo enseña la Historia de los hombres es que los liderazgos, por merecidos y consolidados que lleguen a estar, pueden tener larga, mediana o efímera vigencia, pero en muy pocos casos, al menos en la Política, son para siempre. Y ello, paradójicamente, depende más de los sentimientos y del juicio de los seguidores del líder, vale decir, de los liderados, que de la voluntad del líder. El líder no decide dejar de ser líder (el líder acierta o se equivoca y sigue adelante); son los liderados los que lo despojan de tal investidura, de tal Dignidad, cuando, eventualmente hartos, les viene en ganas. Ejemplos huelgan en la Historia.