Las dos presidencias de Richard Nixon, y casi toda su azarosa vida política, fueron una gran pesadilla para los Estados Unidos. No es una definición antojadiza: la dio en un discurso a la nación el sucesor de Nixon en la presidencia, Gerald Ford, pocas horas después de que Nixon se convirtiera en el primer presidente de ese país, el único hasta ahora, en renunciar.
Alberto Amato
Fue en la tarde del 9 de agosto de 1974 y cuando ya Nixon viajaba al ostracismo en el avión presidencial que, para la ocasión, había perdido su nombre oficial de “Air Force One”. Nixon había dejado la Casa Blanca después de dar un patético discurso, tal vez estragado por la resaca de la noche de borrachera que precedió a su dimisión, ante su familia que no podía contener las lágrimas ni un hondo sentimiento de vergüenza ajena, frente a funcionarios que estaban a punto de pasar a ser ex y frente a una prensa anonadada por el triste espectáculo del presidente en derrota.
“Mi madre era una santa”, dijo Nixon aquel día, el discurso pasó a la historia coloquial con esa frase, en lo que fue un repaso público y último de su vida a la que intentó mostrar con una blancura, una honestidad, una moralidad y un honor que su protagonista no había tenido nunca, ni siquiera en esos fatales momentos.
Después, Nixon había subido al helicóptero presidencial, estacionado en los jardines de la Casa Blanca; en la puerta, antes de entrar a la aeronave, se dio vuelta, enfrentó a la gente, alzó los brazos e hizo con los dedos de sus dos manos el signo de la victoria. Nadie supo nunca qué festejaba aquel hombre. Mientras el helicóptero se perdía en el cielo de Washington, Ford caminó sobre una alfombra roja los pasos que separaban al jardín de las instalaciones de la Casa Blanca y le dijo a su esposa: “Nuestra larga pesadilla nacional ha terminado”, frase que incorporó luego a su primer discurso. No obstante, el flamante presidente se empeñó en lograr un rápido perdón de todos los delitos cometidos por Nixon. Lo logró en apenas treinta y un días.
El siglo XX, que cerró sus puertas hace veinticuatro años, pródigo en guerras y en profundos cambios sociales, también lo fue en líderes políticos que ejercieron fuerte influencia sobre las sociedades que gobernaron ya sea a través del terror y los asesinatos, o gracias a una forzada persuasión diseñada por una mente brillante y atormentada. Europa lo sabe bien. El historiador Ian Kershaw habla en su libro “Personalidad y poder” de “dirigentes que, de algún modo, obtuvieron la capacidad de hacer lo que deseaban sin importar las consecuencias para los demás”.
No es que el joven siglo XXI esté a salvo de sujetos delirantes que acceden al poder y al dominio de sociedades enteras, pero al menos en las últimas dos décadas historiadores y científicos pusieron sus ojos clínicos en la mentalidad de los gobernantes, los que lo son y los que lo fueron antes, en un intento acaso loable para prevenir catástrofes, aunque no para evitarlas.
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