La Venezuela actual sufre una tragedia que podría ser la envidia de las tragedias griegas, una tragedia en la cual la ha sumido el peor gobierno de su historia. Esta afirmación, dolorosa pero necesaria, refleja el estado de un país que ha visto sus instituciones devastadas, su economía arrasada y su tejido social desgarrado. Podríamos decir que Venezuela, en su desdicha, se ha convertido en un símbolo viviente de lo que no debe hacerse en política.
Un nuevo gobierno, que tenga la audacia de enfrentar esta herencia nefasta, deberá poner el acento en asegurarse gobernabilidad, alineando las fuerzas sociales y políticas bajo un liderazgo responsable que ponga por delante el interés nacional. Porque, como bien nos recuerda Max Weber en su célebre “La política como vocación”: “el Estado es una relación de dominación de hombres sobre hombres, basada en el medio de la violencia legítima”. Sin embargo, para que esta dominación sea aceptada y efectiva, necesita ser percibida como justa y legítima. Aquí reside una de las grandes paradojas de la política: el poder que no se legitima en el consenso está condenado a ser un castillo de naipes.
Mibelis Acevedo subraya el significado de esa indispensable gobernabilidad como el “poder hacer”. Este “poder hacer” no es una mera capacidad técnica, sino la habilidad de articular un Gobierno de Unidad Nacional con base en un proyecto nacional que inspire y movilice a las grandes mayorías. Este proyecto solo puede construirse con democracia y pragmatismo. La gobernabilidad en Venezuela, por tanto, no podrá ser un ejercicio de imposición, sino de construcción colectiva, en la que todas las fuerzas sociales y políticas se sientan partícipes y representadas.
Robert Dahl, en su análisis sobre la democracia, señala que “una democracia se distingue, entre otras cosas, por la calidad de sus procedimientos para asegurar la participación y la oposición”. Aquí encontramos otra de los maravillosos contrasentidos de la política: un gobierno verdaderamente fuerte es aquel que no teme a la disidencia, sino que la fomenta. En este sentido, el nuevo gobierno deberá no solo tolerar, sino fomentar la pluralidad de voces y opiniones, creando espacios para el diálogo y la concertación. Solo así podrán surgir las respuestas adecuadas que esperan las grandes mayorías, orientando el país hacia el sendero de la prosperidad, la paz y el bienestar.
Isaiah Berlin, en sus escritos sobre la libertad, destaca la importancia de la “libertad negativa”, es decir, la libertad de no ser coaccionado. Esta idea es crucial para el nuevo gobierno venezolano, que deberá garantizar que todos los ciudadanos puedan expresar sus opiniones y deseos sin miedo a represalias. Aquí reside la paradoja de la libertad: solo en un entorno donde no se teme a la libertad del otro se puede construir una verdadera democracia. La construcción de un entorno político donde el respeto a los derechos civiles y políticos sea la norma es esencial para cualquier proyecto de gobernabilidad que aspire a ser duradero y efectivo.
En palabras de Amartya Sen, “el desarrollo es la expansión de las libertades”. Así, el nuevo gobierno venezolano deberá entender que la verdadera prosperidad no se mide solo en términos económicos, sino en la capacidad de sus ciudadanos para vivir vidas plenas y libres. Esto implica un compromiso con políticas que promuevan la educación, la salud y el bienestar social, elementos fundamentales para cualquier proyecto de nación que aspire a ser justo y equitativo. Y aquí encontramos la mayor paradoja de todas: un gobierno que busca el poder por el bien de su gente renuncia, en gran medida, al uso del poder como un fin en sí mismo.
La tarea que enfrenta Venezuela es monumental, pero no imposible. La construcción de la gobernabilidad requerirá de un liderazgo comprometido, capaz de escuchar y de actuar con responsabilidad y visión de futuro. Solo así podrá Venezuela superar la tragedia que la aqueja y encaminarse hacia un futuro de prosperidad y bienestar para todos sus ciudadanos. La esperanza de un cambio real y sostenible está en manos de aquellos que, con valentía y determinación, decidan poner el interés nacional por encima de cualquier otro, construyendo así una nación libre, justa y próspera. Y es en este acto de suprema lógica donde radica la verdadera esencia del liderazgo político: un gobierno que, al servir a su pueblo, se convierte en un verdadero guardián de la libertad y la justicia.
El nuevo gobierno de Venezuela, que deberá emerger de las ruinas de un país devastado, tendrá que asumirse como un liderazgo responsable, poniendo por delante el interés nacional para verse cara a cara con el gobierno saliente. Este último, como sabemos, todavía tendrá en sus manos cuotas significativas de poder y será una realidad política con la cual habrá que dialogar y negociar. No será fácil ni agradable sentarse con muchos de los responsables de la tragedia que padecemos, pero tendremos que hacerlo si el propósito es la paz y la libertad.
El desafío es colosal. No se trata simplemente de un cambio político, sino de una auténtica reconstrucción nacional. El nuevo liderazgo deberá demostrar una capacidad de diálogo y una disposición para el compromiso que han estado ausentes durante demasiado tiempo. El nuevo gobierno deberá enfrentarse a la difícil tarea de equilibrar la justicia y la paz, un proceso que no solo requiere inteligencia política, sino también una profunda comprensión de la naturaleza humana.
En este contexto, la ironía resuena como un eco ensordecedor. El diálogo con los opresores es como un laberinto, donde cada paso puede ser tanto una trampa como una oportunidad. Este laberinto político no tiene salida fácil, y cada decisión debe ser tomada con la mayor prudencia.
La aplicación de la justicia que invocarán los más afectados e intransigentes por un cuarto de siglo de oprobio deberá ser parte de un complejo proceso de justicia transicional. Este proceso, lejos de ser una simple vendetta, debe castigar la impunidad dentro del marco del respeto a los derechos humanos, asegurando la estabilidad suficiente para enrumbar el país hacia un futuro más prometedor. La democracia se mide por su capacidad para asegurar la participación y la oposición.
La justicia transicional en Venezuela deberá ser un proceso inclusivo, que permita a todas las voces ser escuchadas. Esto no será una tarea sencilla, y ciertamente no será rápida. Sin embargo, es fundamental para construir una sociedad donde el respeto por los derechos humanos y la justicia sea la base de un nuevo contrato social.
El nuevo gobierno deberá encontrar la manera de navegar este terreno espinoso, donde cada paso hacia adelante puede parecer una traición a aquellos que han sufrido tanto. Pero como bien sabemos, la política no es el arte de lo perfecto, sino el arte de lo posible. El desafío será encontrar un equilibrio entre la justicia y la reconciliación, asegurando que el pasado no se convierta en una carga insuperable para el futuro.
En última instancia, la meta es una Venezuela donde la paz y la prosperidad no sean solo sueños lejanos, sino realidades palpables. Este nuevo liderazgo deberá ser lo suficientemente fuerte para tomar decisiones difíciles y lo suficientemente sabio para saber cuándo comprometerse. Será un camino lleno de obstáculos, pero con determinación y visión, es un camino que puede llevar a Venezuela hacia un futuro mejor.
Decía Borges, “la historia es una sucesión de absurdos inevitables”. Este nuevo capítulo en la historia de Venezuela no será una excepción. La ironía, la paradoja y el desafío están entrelazados en la tela de la política, y solo aquellos que pueden ver más allá de los absurdos podrán guiar al país hacia la “Tierra Prometida”, ellos serán el Gobierno de Unidad Nacional.