El 25 de diciembre de 1991, el mundo presenció un momento histórico: la bandera roja con la hoz y el martillo fue arriada en el Kremlin y reemplazada por la tricolor rusa. Este acto simbólico marcó el fin de la Unión Soviética y el inicio de la Federación Rusa. 74 años de esa antinaturalidad llamada comunismo llegaban a su fin.
Hasta ese día, la vida en la Unión Soviética estuvo marcada por una constante escasez. Las filas para obtener productos básicos eran parte rutinaria del día a día. La escasez no se limitaba a la comida; todo, desde ropa hasta artículos de uso diario, era difícil de conseguir. La economía centralizada y la falta de incentivos para la innovación y la eficiencia resultaron en una oferta insuficiente de bienes y servicios. Los mercados que prosperaron fueron los mercados negros, es decir, los de la corrupción y el privilegio. Escaseaba, sobre todas las cosas, la esperanza.
Este sistema de escasez inevitable y vergonzosa se mantenía bajo un régimen represivo que utilizaba la censura, la vigilancia, la delación y el chantaje para mantener el control. Para casos de disidencia considerados ‘extremos’ estaban los manicomios y los gulags. Sin embargo, en los años previos a 1991, la capacidad del gobierno para reprimir comenzó a disminuir. El liderazgo post-Brezhnev no pudo ser más gris y efímero. Finalmente, surge la figura ‘reformista’ de Mijaíl Gorbachov. Sus reformas, englobadas bajo la ‘perestroika’ y la ‘glasnost’, abrieron otra brecha en la capacidad de control del Partido Comunista y despertaron una sed colectiva e incontenible de libertad.
El día después de que la bandera roja fuera arriada, lo que quedó a la vista fue una notable escasez: no había comunistas en las calles de Rusia.
La ideología que había dominado la vida de millones de personas durante más de setenta años se desvaneció al instante. La transición fue abrupta, dejando a muchos en estado de shock y a un país en busca de una nueva identidad. Todos tenían una explicación a la mano para justificar su rol, su sumisión o su dejadez frente al comunismo. La ideología pasó de ser religión y modo de vida a una larga e incoherente anécdota que todos querían obviar y, sobre todo, olvidar.
La caída del comunismo no solo simbolizó el fin de una era de represión y miseria, sino también el comienzo de un periodo de transformación para la nueva Federación Rusa. La economía necesitaba una reestructuración masiva, y la sociedad debía adaptarse a un sistema político y económico radicalmente diferente. Sin embargo, la rapidez con la que desaparecieron los símbolos y figuras del comunismo reflejó el profundo deseo de cambio y la esperanza de un futuro mejor.
A los ocho años, la KGB, para entonces rebautizada como la FSB, logra poner a Vladimir Putin en la antesala del poder, y en el año 2000 gana su primera elección. Si bien Rusia languidece bajo otro sistema totalitario, no existe viso alguno de comunismo. Es un capitalismo puro, rudo, cada vez más controlado o cooptado por Vladimir Putin y sus amigos. El comunismo del siglo XX ha sido sustituido en Rusia, China, Vietnam y otros por ‘capitalismo de compinches’. Solo Corea del Norte y Cuba se aferran a esa ancla perversa que se vendía como salvavidas para todos.
En conclusión, esto no será muy diferente cuando un tropical y corrupto intento de remedar el comunismo, conocido como el socialismo del siglo XXI, colapse en Venezuela. El chavismo, que alguna vez se creyó todopoderoso, se agotó. Solo se mantiene jadeante por la vía de la represión, el crimen y la mentira. Muy pronto, y quizás de repente, los chavistas se volverán tan escasos como los comunistas en su momento en Rusia (y en casi todo el este de Europa y Asia Central). La historia seguramente se repetirá, mostrando una vez más que sistemas basados en la represión y la escasez no pueden perdurar. De hecho, no debemos permitir que perduren.