Para Jean Carlo Durán y Yuleica Smith,
colonieros que llevan su lar nativo a donde quiera
El viaje más áspero es aquel que se emprende con ocasión del exilio.
Implica no solamente lejanía, sino desarraigo y extrañamiento.
Diego Pérez Ordoñez
En 1830, cuando Venezuela se separa de la Gran Colombia, el general José Antonio Páez, presidente de la nación se ve en la imperiosa necesidad de reconstruir la economía del despoblado país producto de la larga guerra de Independencia.
Escasean los medios económicos y la experiencia administrativa; entonces se plantea un proyecto con beneficios que pudiera dejar la inmigración, escenario que acontecía en Estados Unidos.
Entonces pide reformar las leyes en un intento de favorecer la entrada de europeos no españoles (antes prohibida por leyes emanadas de Madrid), a través de las tímidas disposiciones legales y contratos que pudieran celebrar los primeros diplomáticos venezolanos en Londres o en París.
Se trata más que todo de reconstruir la agricultura y la cría, estabilizar las poblaciones rurales e implantar la paz y el trabajo productivo allá donde antes imperaba la guerra y la destrucción.
Para este propósito el ministro de Interior, Dr. Ángel Quintero, instruyó al coronel Agustín Codazzi, un militar de origen italiano que llegó a Venezuela atraído por la lucha independentista, y que además era geógrafo, que ubicara algunos predios en los que pudieran asentar a inmigrantes.
Codazzi halló el lugar “perfecto”, era un enorme terreno en la zona conocida como Palmar del Tuy, en el actual estado Aragua, que bien serviría de asentamiento a los inmigrantes europeos. Entonces negoció con Manuel Felipe de Tovar, que era el propietario del predio.
En 1840 Codazzi se embarca con rumbo a París con toda su parafernalia: datos demográficos y cartas geográficas de toda Venezuela, tarea que había emprendido durante diez años. Iba a imprimir su gran Resumen de la Geografía de Venezuela, escogiendo uno de los mejores talleres de imprenta.
Entre los empleados de la imprenta se encontraba un alemán oriundo de Endingen, el agrimensor y litógrafo Alexander Benitz, con quien Codazzi estrecha una profunda amistad. Uno de los temas en que coincidían era el problema de la inmigración, entonces Benitz sugirió a su amigo probar suerte con vecinos de la región del Kaiserstuhl, donde el siglo XIX no comenzaba muy bien: primero por las guerras napoleónicas, después por las cosechas fallidas por razones de heladas o fuertes tormentas y, por último, la población estaba empobrecida y buscaba emigrar.
La penosa travesía
Benitz junto a los casi 400 migrantes partieron de Baden, en la Selva Negra alemana, rumbo a Francia. Cruzaron el río Rin y desembarcaron en el puerto de Estraburgo. Luego de 21 días de caminata tortuosa de casi 700 kilómetros a través de la campiña francesa que los llevó hasta el puerto de Havre, desde donde finalmente partieron hacia Sudamérica, el buque francés Clemence, el 19 de enero de 1843.
Reseña el cronista y escritor Peter Leitner, adicionando que, en las primeras semanas de la penosa travesía, pavorosas tempestades atacaron el barco sin piedad, causando terribles mareos en casi todos los pasajeros, ya que nadie antes había estado en altamar. Después llegaba un tiempo de pairo y el barco casi no se movía. La cocina en la cubierta se incendió, y el fuego pudo ser controlado. Con el paso de los días en altamar, estalló una epidemia de viruela, causada por un marinero enfermo: 19 almas, en su mayoría niños pequeños “fueron entregados a las olas”.
El 4 de marzo de 1843, el Clemence atracó en la rada de La Guaira, pensando desembarcar al día siguiente, pero como aún había enfermos en el barco, una cuarentena fue impuesta por cuatro semanas, por lo que el barco siguió hasta Choroní, donde pudieron anclar y, después de cumplir la cuarentena pudieron bajar el 31 de marzo.
Allí iniciaron otra calamitosa caminata que los llevó desde Playa Grande atravesando Maracay, La Victoria, hasta Palmar del Tuy, el sitio de su nuevo asentamiento, a donde llegaron el 8 de abril de 1843, después de 112 días de penurias desde Alemania hasta Venezuela.
“Pero no había ningún nuevo pueblo. Solamente algunas deforestaciones recién quemadas, con troncos todavía ardiendo, algunas chozas techadas con hojas de palma y casi nada de caminos. Cada familia debería haber recibido una vaca con becerro, un cochino con lechones, un gallo con gallinas y una mula. De todos esto, nada se veía”, describe Leitner en su crónica.
No se rindieron
Es realmente inspirador la vida de estos inmigrantes alemanes en los primeros años de vida en Venezuela que, lejos de rendirse y entregarse a la mendicidad se organizaron.
Apunta el profesor Leszek Zawisza director del Centro de Investigaciones Históricas y Estéticas de la Universidad Central de Venezuela, que no había entre los inmigrantes alemanes llegados a Venezuela otros valores de cambio que el trabajo en el campo y en la construcción de casas y de caminos, trabajo efectuado en gran parte en forma colectiva.
Durante el primer año en el enclave alemán en Venezuela, eligieron un consejo comunal Gemeinderat, por medio de elecciones libres y espontáneas; editaron un boletín bilingüe, el gobierno les proporcionó asistencia médica, adelantaron un estudio de los cultivos y de las técnicas agrarias apropiadas, organizaron la escuela para todos los niños de la comunidad, un almacén general, construyeron una capilla, una alfarería y un molino.
Codazzi siguió al frente del ambicioso proyecto y el gobierno central le adelanta créditos en varias partidas hasta llegar a 100.000 pesos en total, mientras que el organizador del grupo era Benitz, quien se establece en la misma Colonia.
Precisa Leitner, que después de cuatro meses de establecidos, los colonieros habían construido más de 50 casas, una fragua producía hachas, sierras y picos, un carbonero fabricaba excelentes carbones para dicha fragua. Los torneros hacían cubos y platos de madera, los toneleros barriles y cubetas, algunas de estas fueron llenadas por el cervecero con su espumante líquido de cebada y lúpulo. Sastres y zapateros trabajaron todo el día, igual aquellos que hacían velas y jabones. Los alfareros fabricaban ladrillos y bloques, en la montaña se cortaban tablas, que los carpinteros convertían en muebles, puertas y ventanas.
En el río Tuy funcionaba un aserradero y un molino para moler granos, ambos impulsados por la fuerza del agua. Un matadero beneficiaba carne, la gente tenía carretillas para transportar más fácil los sacos y las piedras. Los tejedores hacían correr sus lanzaderas de hilos y un barbero hacía sonar sus tijeras todo el día. Los marmoleros y cortadores de piedra confeccionaban piedras para moler y amolar. “Desgraciadamente también muchas lápidas, ya que en los primeros meses murieron 29 personas la mayoría niños, pero también 14 adultos que dejaban una brecha grande en la población”.
Además del primer grupo proveniente de Keiserstuhl y compuesto mayormente por familias católicas, llegan entre 1851 y 1862, otras 90 personas provenientes de Mecklemburgo, Hesse, Sajonia y Alsacia, en gran parte protestantes, gracias a la iniciativa del naturalista alemán Hermann Karsten, huésped en la Colonia en 1848.
Lo que no cuenta la historia
Pese a estar sumergidos en las largas jornadas de sobrevivencia diaria, los colonieros comenzaron a sufrir por el desamparo gubernamental y aunque las promesas llegaban a medias, estas fueron cada vez disminuyendo por lo pronto surgieron los desencuentros, constituyéndose dos grupos: los que estaban a favor de Codazzi y Benitz, y los que detractores.
Y como cada jefe de familia tenía deudas casi impagables con el coronel Codazzi, este dispuso de un grupo de militares que vigilara -con fusil en mano-, a cada hombre firmante del contrato.
Pronto el ambiente en el pueblo se tornó tenso y hostil hasta que una madrugada estalló una revuelta. Algunos colonos se fugaron por la selva hasta Caracas para clamar auxilio en la recién fundada Asociación Alemana de Beneficencia.
Al final de aquel día casi todos fueron capturados por Codazzi y conducidos a la prisión de La Victoria, y cuando en 1846, el coronel fue enviado a Barinas como gobernador, quedaron en Tovar solamente 225 personas que, más tarde se redujeron a 176.
El 22 de marzo de 1852 los terrenos del pueblo fueron donados por su propietario Manuel Felipe de Tovar.
Pero el sufrimiento de los colones se postergaba en el tiempo y se agudizó durante la Guerra Federal entre 1859 y 1864, pues las periódicas incursiones de la soldadesca, de un bando y otro, saqueaban lo que veían, además de destruir lo que quedaba. En 1865 murió Alexander Benitz en Tovar.
Aislados por un siglo
Los gobiernos sucesivos a Páez se olvidaron del enclave alemán, y aunado a la inexistencia de caminos la Colonia Tovar permaneció aislada del resto del país durante 100 años, teniendo lugar en ese lapso intentos de fuga y abandono de la tierra, amén de la carencia de una asistencia educacional, por lo cual la comunidad se volvió -en su mayoría-, analfabeta y desligada culturalmente del resto de Venezuela.
Cada vez menos colonieros sabían leer y escribir; ni en alemán que su idioma originario y tampoco en español. Esta situación, junto con los «estatutos» redactados por el donante de las tierras, que las destina exclusivamente a los «colonos europeos», perdiéndose los derechos de propiedad si ocurriese enlace matrimonial con venezolanos, crean una comunidad cerrada en sus propias costumbres, con un idioma arcaico (dialecto badense), étnicamente pura y emparentada entre sí en una forma siempre más estrecha.
Sin embargo, no siempre fue tortura y sufrimiento para los colonieros, y las penas de un principio se alivian cuando la colonia alemana se adentra en la bonanza cafetalera hacia finales del siglo XIX, quienes abandonan gradualmente los tradicionales cultivos europeos.
El Dato: En 1877 la Colonia Tovar tenía nuevamente 200 habitantes. En 1920 su número ascendía a 850 vecinos.
En el año 1943 se eleva la Colonia Tovar al rango de municipio, aboliendo los estatutos restrictivos, instaurando el consejo comunal y un juzgado, además de anexar varios caseríos circunvecinos a la población criolla o mixta.
Señala el profesor Zawisza, que la apertura de la moderna carretera que une la Colonia Tovar con Caracas, en 1951-1963 permite también su mayor integración con el resto del país y la gradual penetración de la cultura criolla dentro del grupo antes encerrado en sí mismo, que no obstante ha conservado algunos elementos propios, tales como el idioma, el estricto régimen matrimonial, relativamente buena conservación del ambiente natural (bosques y aguas), altos índices productivos obtenidos de la agricultura intensiva (huertas, árboles frutales, principalmente duraznos, fresas, floricultura) así como su hermosa infraestructura.
Cuando Tovar cumplía casi un siglo, el entonces presidente del estado Aragua, ingeniero Tomás Pacanins Acevedo, integró en 1942 la Colonia Tovar como municipio irrevocable al estado Aragua. A partir de allí, La plaza del pueblo se convirtió en plaza Bolívar y todas las leyes locales caducaron en beneficio de las normas nacionales. Así, Tovar pasó a formar parte de Venezuela.
En 1964, el Decreto presidencial N 1.165 establece a la Colonia Tovar y áreas adyacentes como una zona de interés turístico. A partir de allí la Colonia Tovar comenzó a fortalecer su industria artesanal y la prestación de servicios de hotelería y turismo.
Hoy, la Colonia Tovar es la capital del municipio Tovar, del estado Aragua. Está ubicada a 56 kilómetros de Caracas, en el nacimiento del río Tuy, a una altura de 1.800 metros sobre el nivel del mar. Su temperatura promedio es de 16°C. Posee una población que ronda los 28,000 habitantes.
Este enclave alemán es el compendio de hermosos paisajes, tierras fértiles y un pueblo tesonero y trabajador convertido en uno de los destinos turísticos más icónicos de Venezuela.
Fuente:
Peter Leitner. Historia de la Colonia Tovar. 2014.
Leszek Zawisza. Colonia Tovar. Diccionario de Historia de Venezuela. Fundación Empresas Polar. 1999