A riesgo de ser acusado de repetitivo, diré de nuevo que el pueblo venezolano ha tomado dos decisiones trascendentales que marcarán un cambio rotundo a partir del 28 de julio: salir del peor gobierno de la historia nacional y hacerlo por la vía del sufragio. Este momento crucial, donde la esperanza se mezcla con la desesperación, se asemeja a las paradojas de un cuento borgiano, donde la realidad se dobla sobre sí misma y cada posibilidad es un laberinto de espejos.
La dirigencia opositora lo sabe. Cada factor puja por caer de pie en un nuevo gobierno tan pronto se produzca el remezón, ansiosos por redibujar el mapa del poder y ocupar sus posiciones en el tablero político. Pero también lo sabe el gobierno de Maduro. Desesperado por torcer el rumbo de la historia, siembra caos e incertidumbre, intentando perpetuar su control en una danza macabra con la fatalidad. Es como si intentaran negar el ineludible destino inscrito en las estrellas, con sórdidas e intrincadas tramas, donde el esfuerzo por cambiar el destino solo confirma su inevitabilidad.
Hay, por supuesto, quienes, presumidos de analistas, hablan para atrás y para adelante soltando frases hechas vestidas de novedad: “no hay emoción electoral en la población”, “las redes sociales no reflejan lo que exactamente sucede en las calles”, “las encuestas reflejan confusión”, “las encuestas son propaganda” e incluso sueltan expresiones apocalípticas de lo que vendrá afianzados en uno que otro chisme sobre las diferencias en el seno de la oposición o en uno que otra dato de una encuesta que nadie más ha visto. Sus razones tendrán para soltar posiciones enrevesadas y ambivalentes, más lo cierto es que el resultado está cantado: el 28 de julio será electo presidente un candidato opositor.
Esta certidumbre se basa no solo en las encuestas, esas cifras que pueden ser tan engañosas como los espejos de un laberinto borgiano, sino en el palpable deseo de cambio que se siente en las calles de Caracas y más allá. Las encuestas, tan cuestionadas y controvertidas, reflejan más que números: son un eco de la voz del pueblo, una voz que ha sido acallada por mucho tiempo pero que ahora resuena con una fuerza innegable.
El gobierno de Maduro, con su insistencia en el caos, se asemeja a un personaje que, en su desesperación por evitar su destino, lo precipitan con cada acción: multando hoteles en actos fascistas por alojar a la señora Machado o cerrando ventas de empanadas en una acción miserable. Así, la represión, la manipulación y el miedo solo sirven para consolidar el deseo de cambio. En este juego de sombras y luces, el destino parece haberse decidido ya.
La oposición, por su parte, debe estar preparada para no solo asumir el poder, sino para reconstruir un país fracturado. Las promesas y esperanzas deben materializarse en acciones concretas, en políticas que rescaten a Venezuela del abismo. Aquí yace la verdadera prueba, más allá de la victoria electoral: demostrar que pueden transformar el sueño en realidad.
El 28 de julio no será solo una fecha en el calendario; será un punto de inflexión, una encrucijada donde Venezuela decidirá su futuro. Es un momento que invita a la reflexión y al análisis profundo, para desenmarañar evocando su complejidad y sus paradojas. Cada paso dado en este laberinto político tiene consecuencias inesperadas, y la claridad solo se alcanza al mirar hacia atrás.
Mientras la historia se despliega y los destinos se entrelazan, queda claro que el pueblo venezolano está decidido a cambiar el rumbo de su país. El desafío es enorme y las incertidumbres muchas, pero la voluntad de cambio es palpable. El desenlace que se presenta como inevitable, está determinado por el camino recorrido que define la verdadera naturaleza de la historia.
El Cambio Inevitable
El cambio será en paz. Así lo desea la abrumadora mayoría del pueblo venezolano, una multitud cansada de promesas vacías y de un régimen que ha llevado al país al borde del abismo. No hay fuerza suficiente para una resistencia violenta, no importa cuánto se esfuercen en sugerir lo contrario los aduladores del Palacio de Miraflores. El destino de Venezuela parece escrito en letras de fuego y cualquier intento por torcerlo resulta tan ridículo como trágico.
Evadir la propuesta del presidente Gustavo Petro para mediar en la transición es un gesto que no sorprende. Maduro, en su habitual tono desafiador y desconectado de la realidad, se comporta como un emperador decadente, rechazando cualquier sugerencia de cambio o reconciliación. Tal como el monarca desnudo del cuento, no se da cuenta de que su ropa imperial es inexistente, y que su poder se disuelve con cada día que pasa.
Cerrar las puertas a la observación internacional de la Unión Europea es otro acto de autocomplacencia. Maduro y su círculo de allegados parecen creer que pueden manejar las elecciones a su antojo, como si el mundo no estuviera observando. Pero estos gestos de abuso de poder interno solo multiplican el gigantesco rechazo contra su gobierno. El pueblo venezolano ha despertado de la pesadilla y no está dispuesto a seguir soportando los caprichos de un líder que no tiene más que ofrecer que más miseria y represión.
La ironía en la situación es tan espesa que se puede cortar con un cuchillo. Maduro insiste en ignorar la realidad, refugiándose en una narrativa que solo él y sus incondicionales creen. Mientras tanto, los venezolanos, con una paciencia que desafía toda lógica, esperan pacíficamente el cambio. Han aprendido que la verdadera fuerza no reside en la violencia, sino en la voluntad inquebrantable de un pueblo unido por un objetivo común: la libertad.
Maduro parece olvidar que la historia está llena de líderes que han intentado aferrarse al poder más allá de lo razonable, solo para terminar siendo barridos por la marea del cambio. La negativa a aceptar observadores internacionales es un último y patético intento por mantener una fachada de control. Pero el mundo ya no se deja engañar por las cortinas de humo. Los ojos del planeta están puestos en Venezuela y el juicio de la historia será implacable.
Cada gesto autoritario, cada abuso de poder, cada negativa a abrirse al diálogo, no hace más que acelerar el desenlace. La paz, el cambio, son inevitables. La ironía más grande quizás reside en que, mientras Maduro se esfuerza por aparentar fuerza, no hace más que demostrar su debilidad. El pueblo venezolano, en cambio, ha demostrado una fortaleza admirable al insistir en una transición pacífica y democrática.
En resumen, el destino de Venezuela ya está decidido. Maduro puede seguir jugando a ser el emperador, pero la realidad es implacable. El cambio será en paz porque así lo quiere la mayoría. Y no hay fuerza capaz de detener un deseo tan poderoso y legítimo. El pueblo venezolano merece un futuro mejor, y ese futuro está a la vuelta de la esquina, pese a las patéticas resistencias del régimen actual. La historia ha hablado y, a pesar de todas las ironías, la verdad y la justicia prevalecerán.