Convengamos, el poder formal entraña un ejercicio … formal del poder. Luce incomprensible que no haya un mínimo de circunspección de aquellos que acceden a la titularidad de una jefatura de Estado o de gobierno, u ambas simultáneamente.
Suele ocurrir, el candidato presidencial es capaz de incurrir en cualquier dislate, estridente y espontáneo, atractivo para precisos segmentos del electorado. Empero, el problema está en el deliberado y gastado propósito de convertir la falsa irreverencia y, con ella, la burla, el desprecio, el irrespeto, la intolerancia, etc., al desempeñar altas y decisivas responsabilidades públicas trastocadas en una constante que irremediablemente conduce y contribuye a la mentalidad lumpemproletaria.
El poder como espectáculo no sólo encamina a la farándula como hecho político, sino constituye una artimaña, un ardid y acto macabro de irresponsabilidad que muy bien ilustran las conductas personalmente asumidas por Milei y Sánchez, objeto de una polémica a la postre inútil. En el caso español, el juego llega al extremo del inconsulto reconocimiento del Estado Palestino que se ofrece como una delicadísima maniobra de distracción para los problemas domésticos del ocupante de La Moncloa.
Además, el ejercicio del poder fuerza a tener consciencia del … poder mismo y de su inmensa e irresistible pedagogía, aunque solemos equivocarnos. Al respecto, recordamos una conversación que sostuvimos el presidente Herrera Campíns y el suscrito, en su casa, a mediados de 1999, asegurando, palabras más, palabras menos: “… No tardará Chávez en meter los pies debajo del escritorio”, cosa que insólitamente jamás hizo para resolver los problemas fundamentales de la nación.
Quiérase o no, la sobriedad es consustancial al poder. Tiende a ocurrir lo contrario en el campo público y en el privado, pues, partamos de un hecho: sobran los que se sienten la tapa del frasco.