Párrafo 11: confirmar.
Ese fue el mensaje. Escueto, críptico para sus enemigos, pero contundente y preciso para sus hombres.
Por infobae.com
Fue la mayor pérdida naval de la historia. Ocurrió en sólo en una tarde. Y fue auto infligida.
Un cementerio de buques de guerra: 52 naves hundidas en unas pocas horas. Algunos ya habían desaparecido dentro del mar, otros, acostados sobre el agua, se dejaban tragar con lentitud. La flota alemana de la Primera Guerra Mundial desaparecía. No hubo torpedos, ni ataques aéreos. El comandante alemán dio la orden de hundir cada barco.
Habían perdido la guerra. Pero a él, el contraalmirante Ludwig von Reuter, no le importaba lo que habían decidido los que negociaban en París, los que firmarían el Tratado de Versalles. Él no entregaría sus barcos al enemigo, evitaría que se convirtieran en botín de guerra.
21 de junio de 1919 en la base británica de Scapa Flow en las Islas Orcadas, Escocia. La Primera Guerra Mundial parecía terminada. El armisticio había sido firmado en noviembre de 1918, ocho meses atrás. Pero todavía las condiciones de la paz, de cómo los vencedores humillarían a los derrotados, de cómo les harían pagar por desatar la contienda no estaban cerradas. Faltaban apenas días para que se firmara el Tratado de Versalles.
Por eso von Reuter dio la orden. Un movimiento de banderas que sus hombres entendieron, la confirmación con señales de reflectores. Dejaron entrar el agua y los buques se fueron escorando ante la mirada azorada de los británicos que debían custodiarlos, que debían encargarse de que eso no sucediera.
Bastaron poco más de 5 horas, desde el mediodía hasta que comenzó el atardecer. El último en hundirse, casi como una declaración de principios, o una intrusión del destino, fue el crucero Hindenburg, quizá el mejor y más moderno –el más letal- de sus navíos de guerra.
A partir de la firma del armisticio se decidió que la flota submarina alemana debía entregarse de inmediato, mientras que la de superficie debía reagruparse y quedar confinada bajo la custodia de las fuerzas británicas. El destino final fue Scapa Flow.
Allí reposaron 9 acorazados, 5 cruceros de combate, 7 cruceros ligeros y 49 destructores. Casi toda la flota imperial fue puesta a resguardo, en custodia, en la base de las Islas Orcadas.
La flota (y la confrontación) oscilaba en un limbo jurídico. Los enfrentamientos habían terminado tras el armisticio, pero la guerra continuaba hasta que no estuvieran establecidos de manera definitiva las condiciones de la capitulación. Por lo tanto no se habían rendido pese a que no habían tenido más opción que internarse en el puerto escocés. Pero a bordo no había oficiales ingleses ni de los otros países enemigos porque todavía pertenecían a Alemania. Así sería hasta que finalizaran de fijar las condiciones de rendición.
Mientras se discutía que hacer con ellos, dentro de los barcos la situación era cada vez peor. La disciplina se había erosionado y la estricta escala jerárquica, las órdenes que antes se cumplían de inmediato, estaba destrozada. Los marineros tenían hambre: la comida era mala y muy escasa (debían completar su alimentación con las gaviotas que cazaban y algunos peces que atrapaban con redes improvisadas). El ocio agravaba el panorama. No tenían nada que hacer y se peleaban entre sí; o se deprimían. La suciedad había invadido los barcos. Para colmo, pese a estar acostumbrados a largos aislamientos en alta mar, la quietud los desesperaba, y como no eran una prioridad para el correo británico tampoco recibían cartas ni noticias de sus hogares. Las cartas que ellos escribían eran lanzadas al mar por sus enemigos. A todo eso debe sumarse un factor determinante: la derrota y la humillación a la que fueron sometidos por los vencedores.
Los cigarrillos estaban racionados. Y no se les proporcionaba alcohol, al menos de manera oficial. Cuando conseguían mediante algún soborno o las botellas eran ingresadas camufladas entre otros cargamentos se producía un desastre: gran parte de la tripulación se emborrachaba en tiempo récord. Pero los desmanes quedaban limitados a cada barco porque los marineros alemanes estaban confinados en sus buques. Las naves eran su prisión. Estaban quietos y encerrados, hambrientos, sucios y derrotados.
Había un elemento más que hacía sentir aún más solos a los marinos. Cada vez eran menos. De los 20.000 que habían llevado las naves hasta Scapa Flow, quedaban 4.800. El resto habían sido devueltos, de a poco, a Alemania (unos pocos días antes del 21 de junio hubo una última reducción). Los británicos dándose cuenta que esos dos decenas de marineros sublevados podían ser una bomba de tiempo fueron dejando nada más que las tripulaciones necesarias para poner en marcha cada embarcación.
Mientras tanto, en París, los diplomáticos seguían luchando por las condiciones de la paz. No había acuerdo respecto al destino de la flota alemana. Francia e Italia querían repartir los barcos y quedarse con un cuarto de la totalidad. Gran Bretaña se oponía. Pretendía desguazarlos. Esgrimían que apoderarse de los buques significaría una humillación para sus enemigos. Pero detrás del argumento declamado se escondía la inquietud de que las otras naciones opacaran su poderío naval, no querían ceder la hegemonía (que habían amenazado los alemanes) de la Royal Navy. Los alemanes, por su parte, de acuerdo al compromiso que habían asumido al firmar el armisticio, no podían destruir sus barcos.
Von Reuter estaba incomunicado. No tenía contacto con los altos mandos alemanes ni acceso a las noticias oficiales. Se enteraba de lo que sucedía en el continente gracias a algún ejemplar del The Times que alguien contrabandeaba, por las infidencias que podían escapársele a algún inglés en sus contactos esporádicos o por el semblanteo que hacía de los gestos y los movimientos en el puerto. A ciegas y ante la inminencia de la firma de la capitulación, el 21 de junio puso en marcha su plan.
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