La otra cara: “El inquebrantable espíritu democrático venezolano”, por José Luis Farías

La otra cara: “El inquebrantable espíritu democrático venezolano”, por José Luis Farías

Venezuela, a pesar de su aparente contradicción, se erige como una sociedad profundamente democrática. Esta afirmación, que puede desconcertar a primera vista por el régimen autoritario que actualmente la gobierna, encuentra su respaldo en un proceso histórico revelador y elocuente. Es fundamental no pasar desapercibida la historia que nos ha traído hasta el crucial momento que hoy vivimos, así como las fuerzas que han movido, y seguirán moviendo, el deseo de cambio democrático en los venezolanos, sin importar dónde se encuentren, ya sea en el paìs o en el exilio, producto de la terrible diáspora que ha arrojado a ocho millones de almas allende las fronteras nacionales.

Hoy, en el ocaso de un régimen autoritario que ha suprimido sistemáticamente las libertades y derechos fundamentales, la esencia democrática de Venezuela sigue viva. Esta esencia se refleja en la resiliencia de los venezolanos dispersos por el mundo, quienes, a pesar de la distancia física, mantienen viva la llama de la libertad y la justicia. Los ocho millones de venezolanos que han huido del país llevan consigo no solo el peso de la diáspora, sino también la esperanza de una Venezuela libre y democrática. Su lucha por un cambio democrático, ya sea a través de la resistencia en el exilio o del activismo en las fronteras nacionales, constituye una prueba irrefutable de que el deseo de democracia sigue siendo un motor vital en la vida del país.

El régimen actual, con sus tentáculos autoritarios y su aparente indiferencia hacia los principios democráticos, no ha logrado extinguir el fervor democrático que caracteriza a la sociedad venezolana. La paradoja de una nación sometida a la tiranía, pero que sigue albergando un espíritu democrático inquebrantable, es un testimonio del profundo anhelo de libertad que persiste en el corazón de los venezolanos. Esta paradoja, lejos de ser una contradicción, es una llamada a la acción, un recordatorio de que la lucha por la democracia no es solo una cuestión de poder político, sino una expresión fundamental de la dignidad humana y el deseo de justicia.





En última instancia, la historia de Venezuela es un recordatorio de que la democracia es un ideal que, aunque a veces aplastado por las circunstancias, nunca deja de ser un faro de esperanza. Es “la larga marcha hacia la democracia” de la que tanto ha hablado el maestro Germàn Carrera Damas, iniciada desde los albores de la República en 1810. La resistencia del pueblo venezolano, en el país y en el exilio, es prueba de que la aspiración a un futuro mejor y más justo sigue siendo una posibilidad tangible.

El clamor democrático

En la historia de los pueblos, hay momentos que son como chisporroteos en la oscuridad, luces fugaces que presagian la llegada de una era nueva. Si se busca un punto de inflexión en la historia política de Venezuela, es imperativo mirar hacia los carnavales de 1928. En esos días febrilmente alegres, un puñado de jóvenes universitarios, emulando el fervor de la juventud que desafía a la tiranía, se levantó contra el régimen del general Juan Vicente Gómez. Su valentía, en medio de la opresión, resonó en una población aún temerosa pero ávida de cambio. Fue un acto de rebelión simbólica que, sin duda, plantó la semilla de un deseo colectivo de libertad.

Sin embargo, es crucial señalar que el auténtico clamor democrático se manifestó de manera aún más vibrante el 14 de febrero de 1936. En esa fecha, el pueblo caraqueño, liderado por los mismos jóvenes del 28, entre los que destacaban Jóvito Villalba y Rómulo Betancourt, ya maduros, se sacudió el miedo que durante veintisiete años había sido el telón de fondo de la dictadura de Gómez, y se levantó con un grito unánime por la democracia. Las estrechas calles de la todavía bucólica ciudad se inundaron con una marea humana —se calcula entre cuarenta y cincuenta mil personas en una pequeña ciudad de poco más de doscientas mil habitantes— que exigía la restauración de las garantías constitucionales, aquellas que el gobierno provisional del general Eleazar López Contreras había suspendido, en especial la libertad de prensa. Un gesto que denotaba un cambio cualitativo muy importante, en cierto talante democrático, porque el gobierno predecesor ni siquiera se habría molestado en cumplir con aquella formalidad constitucional para reprimir a la población. En ese instante de efervescencia cívica, la esencia democrática de Venezuela emergió de nuevo, reafirmando un anhelo profundo que se había mantenido latente.

En el complejo escenario de la política venezolana, la instauración del sistema democrático se erige como un proceso de notable ambigüedad histórica. Su primera forma institucional surgió de manera paradójica del golpe de Estado del 18 de octubre de 1945, un acto que, a primera vista, parecía contradecir los principios de la democracia. Sin embargo, fue a través de esa ruptura violenta que se gestó el andamiaje de un sistema que prometía estabilidad y justicia, al establecer el voto universal, directo y secreto como forma de escoger a su presidente y organizar las primeras elecciones libres en Venezuela.

Pero la estabilidad es una promesa volátil en el universo de las instituciones. El 24 de noviembre de 1948, un nuevo golpe militar trastocó el orden recientemente establecido, dando paso a la autocracia del general Marcos Pérez Jiménez. Este régimen, caracterizado por una opaca centralización del poder y un férreo control sobre la vida política y social del país, se adueñó del Estado con una brutalidad que parecía devolver a Venezuela a los tiempos más oscuros de su historia.

La restauración democrática de 1958

La historia, sin embargo, tiene una forma peculiar de reponerse y regenerarse. El 23 de enero de 1958, un golpe de Estado acompañado por una insurrección popular barría con la autocracia de Pérez Jiménez y abría un ciclo de cuarenta años de democracia, un período que se consolidó como una época dorada de relativa estabilidad y progreso para el país. Esta era, en la que los valores democráticos parecían afianzarse, sin embargo, también sería víctima de sus propias contradicciones.

La historia nos muestra que la resistencia democrática no es un fenómeno pasajero, sino una corriente subterránea que, aunque a veces parezca silente, nunca deja de existir. Los carnavales de 1928, el estallido de 1936, el golpe de Estado del 18 de octubre de 1945 que paradójicamente devino en una revolución democrática y la insurrección del 23 de enero de 1958 que instauró el sistema democrático ininterrumpido por cuarenta años son testigos irrefutables de la perdurabilidad de ese espíritu democrático en el país. En ellos se encierra la promesa de una nación que, a pesar de sus períodos de oscuridad, siempre ha mantenido viva la llama de la libertad y la justicia.

El desmoronamiento de la estabilidad democrática

La estabilidad democrática que floreció a lo largo de las cuatro décadas en Venezuela comenzó a desmoronarse de manera alarmante el viernes negro del 18 de febrero de 1983. Esta crisis financiera y económica, que pronto se transformó en una crisis social de proporciones colosales, alcanzó su máxima expresión con el Caracazo del 27 de febrero de 1989, un levantamiento popular que evidenció la profundidad de la desesperanza y el descontento. En este caldo de cultivo de agitación y desorden, los cuartelazos del 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992 no hicieron más que exacerbar el debilitamiento institucional del país.

En medio de esta tormenta de inestabilidad, se alzó un rayo de esperanza en la figura de una Constituyente que prometía una expansión y profundización de la democracia, sugiriendo que una nueva carta magna podría renovar las condiciones de vida de la población. Sin embargo, el sueño de una Venezuela revitalizada por una Constitución renovadora, aprobada el 15 de diciembre de 1999, se desvaneció casi tan rápidamente como se había gestado. Esta nueva Constitución, notable por sus avances en derechos y garantías, quedó atrapada en un limbo de retórica y realidad, desmentida por la práctica política que siguió tanto por el Gobierno y su política represiva como por la oposición con sus protestas y conspiraciones. La nueva Constitución no parecía existir para ninguno de los dos polos en conflicto.

El auge del autoritarismo

A partir de ese momento, el régimen emergente, en un despliegue audaz y desafiante del poder, comenzó a desmantelar sistemáticamente los principios democráticos que habían sido el pilar de la estabilidad venezolana. A pesar de mantener la fachada democrática a través de numerosos procesos electorales, el poder central se mostró cada vez más inclinado a desconocer su propia Constitución y a restringir las libertades individuales bajo una creciente ola de autoritarismo.

El proceso que se había iniciado con la intención de fortalecer las instituciones democráticas, pese a sus inevitables contradicciones y rupturas, pronto tomó un giro tumultuoso. Lo que parecía una transición hacia la consolidación democrática reveló, en cambio, la fragilidad inherente de las estructuras democráticas y la tensión constante entre el poder central y las libertades individuales. Venezuela, en su desesperada búsqueda de equilibrio, se vio atrapada entre los ideales democráticos y las realidades autoritarias, navegando por un presente político que redefine de manera dramática su trayectoria histórica.

La persistente lucha por la libertad

A pesar de los esfuerzos del régimen por silenciar y reprimir, la lucha por la libertad y la justicia persiste con una fuerza inquebrantable en la conciencia colectiva de los venezolanos. Los acontecimientos del 11 de abril de 2002, que revelaron la profunda fractura en la sociedad venezolana, marcaron el inicio de una etapa que aún no culmina en la que parecieron coexistir dos países en un mismo territorio. La división entre el poder y el pueblo, entre el régimen y sus opositores, se hizo cada vez más evidente. Desde entonces, las numerosas manifestaciones de protesta que han sacudido el país han subrayado la resiliencia de una sociedad que no cesa en su anhelo de democracia.

En un escenario de incertidumbre y conflicto, la historia de Venezuela sigue escribiéndose, forjada por el fervor inquebrantable de aquellos que persiguen la justicia. El país, dividido entre la opresión del poder y la resistencia de su gente, ha sido testigo de una lucha persistente, una lucha que desafía la represión y el desánimo. La tenacidad del pueblo venezolano, que se niega a ceder a la desesperanza, revela que la democracia sigue siendo un anhelo vital, una aspiración que, a pesar de los numerosos desafíos, no ha dejado de iluminar el camino hacia un futuro mejor.

En este dramático juego de contrastes, donde la esperanza se enfrenta a la adversidad, la democracia no solo se erige como un objetivo político, sino como un símbolo de la resistencia humana. Venezuela, con sus heridas abiertas y su intrincado mosaico de aspiraciones, continúa avanzando, guiada por la convicción de que la libertad y la justicia son derechos inalienables que deben prevalecer sobre la sombra del autoritarismo.

El 28 de julio: una oportunidad crucial

Hoy, la nación se enfrenta a una realidad severa y desafiante: un sistema de gobierno totalmente alejado de las aspiraciones democráticas que una vez dieron forma a su historia. Durante los primeros doce años del chavismo (1999-2012), el régimen exhibió una fachada de institucionalidad que, a pesar de su aparente respeto por las formas, ocultaba un creciente autoritarismo. El discurso de transformación y revolución ocultaba una estrategia de consolidación del poder que se fue afinando con el tiempo. Desde 2013, con la instauración del madurismo, la transición hacia una dictadura brutal se ha acelerado alarmantemente. Este régimen, que conserva algunas reglas de juego político como una mera fachada, amenaza con imponer una tiranía hegemónica que podría borrar definitivamente los derechos civiles y políticos.

En este sombrío panorama, el 28 de julio se erige como una fecha crucial, casi plebiscitaria contra Nicolás Maduro y su régimen. Esta jornada ofrece una oportunidad potencialmente única para conjurar la amenaza que asfixia a la nación. En ella, el pueblo venezolano podría revitalizar su histórico ímpetu democrático, utilizando el poder de su resistencia y determinación para enfrentar y superar la adversidad que ahoga a su patria.

El espíritu democrático de Venezuela no ha sido extirpado, sino que persiste como un faro de esperanza en medio de la tormenta. Esta paradoja, lejos de ser una resignación, se convierte en una llamada a la acción: para recordar que, aunque la democracia haya sido agredida, no ha desaparecido, y su resurgimiento es una posibilidad tangible si la voluntad del pueblo se manifiesta con la misma intensidad y valentía que en los momentos decisivos de su historia. La esencia de la democracia, pese a la brutalidad del presente, sigue siendo un anhelo profundo, una chispa que, si se aviva con fervor y determinación, podría encender la llama de un nuevo amanecer para Venezuela.