Luis Pérez-Oramas: La dictadura del Cartel

Luis Pérez-Oramas: La dictadura del Cartel

Escribo estas líneas en la hora más oscura de la nación donde nací, el país al que le debo lo que soy, la comunidad que me hizo a la vez ciudadano y humano. Nadie hubiese pensado nunca que Venezuela alcanzaría el humillante sitial de ser, en América, la primera nación conducida brutal y depredadoramente por un Cartel. Que su república, aquella que costó tanto sacrificio y tanto fracaso, terminaría ahogada; sus instituciones, que un día fueron entre las más brillantes del continente, hechas triza por la impulsión violenta de un grupo armado de delincuentes encaramados en la verborrea revolucionaria, ya vacía de todo, como el estómago de una bestia muriente, seca. Venezuela ha llegado a esa sima, a ese abismo oscuro.

Nada sucede repentinamente, y el mal, para imponerse requiere de asqueantes complicidades. Muchos hemos visto precipitarse el final de este túnel sin salida, la pared mineral que nos aplasta hoy como si fuésemos insectos de la historia. Lo hemos escrito, cantado, advertido. La irresponsabilidad ciudadana, y la indiferencia letal de las élites hacia el destino de una nación; el desprecio sin redención de la política; la apuesta ciega y sentimental hacia el carisma populista; el abandono de la razón, del compromiso y de la negociación se pagan caro.

Hoy, mientras esto escribo y los esbirros de Nicolás Maduro, armados hasta los dientes, arrastran desde sus casas humildes a los testigos electorales que ejercieron la función ciudadana de cuidar la última elección, somos los venezolanos quienes pagamos, en sangre, en tortura y en exilio.





La decisión brutal de desconocer flagrantemente la voluntad de 8 millones de electores que votaron contra Nicolás Maduro marca una hora irreversible. Es la hora, en fin, ya desenmascarada, de la dictadura que muestra sus dientes de hiena, ajena a sus propios discursos floridos y a todos sus perjurios. Se trata, en palabras del funeral fiscal de la nación, descarnadamente, de ejecutar manu militari la ‘limpieza social’; o en boca del gorila, de ‘reeducar’ en prisiones de alta seguridad a la juventud que protesta.

Lo único que esperamos los venezolanos de esta hora -y tenemos todo el derecho- es que los ciudadanos y gobiernos del mundo, en sus escasos rincones donde la moral pueda comandar sobre los sótanos lúgubres de la razón de estado reconozcan, explícitamente, que Venezuela padece hoy una dictadura.

Mi padre fue ministro de educación en la Venezuela de 1973: a mi casa llegaron, amoratados por la dictadura de Pinochet, gente como Jaime Castillo Velasco -de cuyas huelgas de hambre en Caracas yo recuerdo acompañar a mi padre hasta el lecho donde menguaba- y Jorge Tapia Valdés en ruta hacia su exilio en Bélgica, entre muchos. En mi casa se reunía con mi progenitor a organizar la estrategia contra la dictadura brasileña André Franco Montoro, y contra los horrores de Duvalier el malogrado Leslie Manigat; contra la dictadura panameña Ricardo Arias; contra los milicos de Quito, Oswaldo Hurtado. Venezuela era entonces una isla democrática en América. Esa república se perdió en nuestras manos, y hoy se ahoga a plomazo limpio en nuestra sangre.

La historia de la república civil venezolana es una tragedia. Es, también, el drama de una nación que escoge entre Bello y Bolívar al militar astuto, al cantamañanas elocuente. Es la vía escarpada de una patria que nunca supo refundar su mitología originaria sobre otra cosa que caudillos y batallas. Desmontarla será el desafío de un futuro, si es que llega. Por ahora queremos los venezolanos que nuestros hermanos de América nos devuelvan la moneda de la solidaridad llamando por su nombre horrendo al régimen sátrapa y dictatorial que acaba de cometer el mayor fraude electoral de la historia moderna latinoamericana.

Porque ese fraude, ese crimen, y la razzia asesina que hoy persigue en todos los pueblos y ciudades de Venezuela a hombres y mujeres que osaron expresar su decisión, sólo tiene una ventaja: es el crepúsculo que, oscureciendo todo en el día, deja visible lo esencial, es decir, el rostro dictatorial que ya no puede enmascararse. Y así construye su propia narrativa vergonzosa.

Llamar por su nombre a esa dictadura es entender que, metástasis de lo ya visto, no se trata de un autoritarismo ideológico, menos aún de una tiranía de ‘izquierda’: se trata, ni más ni menos, de la primera dictadura descaradamente delincuencial que se apropia de una gran nación, entre las más ricas del continente. Es la dictadura de un Cartel.

Ante semejante extremo -ver a una mafia de narcomilicos llegar a controlar una nación entera- se impone otra ventaja, también crepuscular y triste: que no se trata más de diatribas ideológicas, que ya no se trata de utopías, ni de grandes engolados discursos, ni de revoluciones. Se trata de entender -eso esperamos en esta hora oscura los venezolanos- la política en el estado límite de su sobrevivencia, a saber, aquel que sólo tiene al dolor humano por baremo, y clama desde el abismo su voz enflaquecida, aún viva. Porque los abismos no son para caer en ellos, sino para nacer de ellos.