Al séptimo día, Franklin Gómez y Daniel Prado siguen pensando que deben continuar la huelga de hambre. Otro hombre junto a ellos piensa lo mismo, tiene 65 años y no se conocían hasta hace tres días. Oswaldo de los Santos llegó el sábado, se sentó a su lado y supo que no podía regresar a casa. También dejó de comer. Las injusticias de la patria, el pedazo de mundo que por naturaleza les corresponde, les une del modo en que nada más les puede unir. Los que se acercan a saludar, a preguntar o a mirar actúan como si también los conocieran, porque la mayoría se conocen en un dolor específico.
Por Sara Padilla / elpais.com
Los tres hombres están sentados frente a la sede de Naciones Unidas en Nueva York, bajo un techo, con tres sillas y una colchoneta. Todos les hacen la misma pregunta ‘¿por qué?’. Como si no fuera obvia la respuesta. Lo hacen porque quieren una Venezuela en democracia. “Queremos que nos devuelvan el país, el país no es de ellos, es del pueblo”, dice Oswaldo.
La razón por la que están justo frente a la ONU es muy concreta. Piden que el Consejo de Seguridad tenga una sesión de manera extraordinaria bajo el mecanismo arria para poder exponer su caso. “Queremos simplemente traer la verdad al mundo, de lo que pasó y lo que está pasando en Venezuela”, dice Daniel.
En los encuentros de la Fórmula Arria actores no gubernamentales entran a participar en la discusión del asunto que les afecta, son testigos y también abogados de su causa. Es una instancia en la que se debate con representantes y agentes externos en un contexto de confidencialidad. El fin de estos encuentros es promover el diálogo directo con los distintos agentes implicados en un conflicto, para facilitar a los miembros del Consejo de Seguridad a tomar decisiones informadas sobre asuntos que atañen al Consejo de Seguridad.
Franklin y Daniel lograron hablar por teléfono con un funcionario de la ONU que les advirtió de que esa no era la manera de actuar y que cualquier petición o acción debía hacerse por vía diplomática. Les dijo que acudieran a la misión de Venezuela ante la ONU. Ellos cumplieron, pero solo encontraron lo que consideran la metáfora de su país: las puertas cerradas, la bandera rota y nadie.
“A pesar de eso, introdujimos el documento por debajo de la puerta y pegamos otro. También enviamos uno por correo para dejar constancia de que Venezuela no tiene ningún tipo de representación en estos individuos que el dictador Nicolás Maduro está enviando”, dice Franklin mientras muestra un mensaje de Instagram de una mujer que pide medicamentos para un familiar. “Mensajes así tengo los que quieras”. Y esas llamadas de auxilio son el alimento de los tres.
Ni Daniel ni Franklin viven en Nueva York. Daniel tiene 28 años y Franklin 34. Daniel es actor y bailarín. Franklin trabaja en un restaurante. Pero también es aquel que era en Venezuela: estudiante de comunicación, concejal del Estado Táchira, opositor político y exiliado. Los dos son exiliados.
Daniel fue testigo del asesinato a tiros del joven de 14 años Kluivert Roa a manos de un funcionario de la Policía Nacional Bolivariana. Es el hombre que aparece en una fotografía con el pecho manchado por la sangre de Kluivert frente a las armas y los uniformados del Estado.
Franklin fue perseguido, encarcelado y torturado por dos días. Se le acusó de terrorista y de haber causado ataques a la policía. Fue liberado y luego procesado por tribunales militares. Se fue del país. “Váyase que no lo quiero ver muerto”, le pidió su madre.
Después de haber sobrevivido a su propio país, la vida de ambos no se parece en nada a la que tenían o podrían haber tenido en Venezuela. “No pude graduarme, perdí mi matrimonio porque mis decisiones no pueden dañar a mi familia, no volví a ver a mi familia”, dice Franklin.
El lunes 12 de agosto parte de la diáspora venezolana se reunió junto a él, Daniel y Oswaldo en una velada de cantos y poesía. “Fue algo que nos reconfortó el alma, el espíritu nos llenó el estómago de una manera increíble porque no nos habíamos sentido tan venezolanos desde hace tanto tiempo”. Los han visitado médicos, personas de Bangladesh, un monje budista que les rezó un mantra, representantes de la iglesia católica y de la iglesia evangélica cristiana. Una venezolana, con su bebé y su marido (francés) también pasan y se acercan para agradecerles. “Es ahora o nunca”, dice ella, “ahora o nunca”.
Han pasado casi tres semanas desde que se llevaron a cabo las elecciones en Venezuela. El pueblo venezolano salió a la calle a denunciar el fraude electoral del Consejo Nacional Electoral (CNE), que adjudicó la victoria a Maduro sin mostrar el total de las actas electorales. Desde entonces han sido detenidas más de 1.350 personas sin ningún tipo de garantía procesal, según la ONG Foro Penal. También se han anulado pasaportes a activistas, periodistas o denunciantes que han intentado salir del país. Maduro bloqueó redes y servicios de mensajería como Signal y X, pero los venezolanos no han desistido.
“No hemos perdido la esperanza y tampoco hemos perdido la fe. Vinimos a dar la vida por Venezuela, no vinimos a dejarnos morir. Se que va a ser difícil, pero yo quisiera hacer arte y ser parte de la construcción de un país, quiero ver cómo Venezuela renace de las cenizas y se vuelve a Cristo porque sin él no somos nada”, dice Franklin.
Daniel se pone de pie. Su camiseta dice: “Ahora o nunca”. Hace unos minutos se acercó a ellos Diego Vicentini, director del largometraje Simón. La camiseta de Franklin hace alusión a la película, que cuenta la historia de un joven que se enfrentó al régimen venezolano e intentó obtener asilo político antes de ser enviado de regreso a casa por la fuerza. Vicentini y Daniel caminan hacia la calle 42. Van con el mismo documento que intentaron llevar a la misión de Venezuela. Lo intentarán ahora en la misión de Ecuador.