Su nombre está perdido en la historia. Su historia es simple, una de tantas de la Segunda Guerra. No es la de un héroe, no es la de un cobarde, no es la de un tipo que haya cambiado el curso de una batalla, no es la de un espía, la de un francotirador, como aquella rusa que el director Grigori Chrujai inmortalizó en su película “El 41?; en fin, que la historia del hombre perdido en la historia ni siquiera es épica. Eso sí, es divertida. Y dramática, porque en la guerra todo es drama.
Por infobae.com
Si lo que dicen los humoristas es verdad, que el humor es tragedia más tiempo, la del soldado americano Marcus McDilda es una historia de humor. Prisionero de los japoneses, el tipo mintió de manera increíble. Pero le creyeron. Eso salvó su vida y engañó un poquito a sus carceleros. En dos días soportó más torturas, pocas, y golpes, muchos, de los que había sufrido y sufriría en el resto de su vida. Después, lo salvó su enorme mentira y el azar.
El primer teniente McDilda tenía veintitrés años cuando cayó en manos japonesas el 8 de agosto de 1945 en la ciudad de Osaka. Era piloto de un caza Mustang P-51, que, dicho en pocas palabras, era un avionazo. Había sido diseñado en 1940, era de largo alcance, pequeño, ágil y mortal. Había servido como escolta de los bombarderos británicos y estadounidenses que habían atacado a la Alemania nazi y había llegado al Pacífico en 1944, cuando la campaña de las Filipinas. Enseguida se mostró como un avión superior a cualquier rival japonés; no era un bombardero, pero tampoco era un avión inocente: ametrallaba al enemigo, tropas y transportes, en medio de una oleada furiosa de ataques aliados contra Japón, que había perdido ya la guerra pero se negaba a la rendición.
Cuando McDilda cayó en manos japonesas, hacía dos días que Hiroshima ardía bajo el fuego atómico y el alto mando japonés, sus oficiales superiores y subalternos y hasta el más inexperto de los civiles, se preguntaba qué era aquella arma nueva, desconocida y letal que lo destruía todo a través de la alteración del átomo. A McDilda le vendaron los ojos y lo pasearon un rato largo por Osaka, para que centenares de civiles le pegaran a destajo, lo escupieran de arriba abajo y le maldijeran a todos sus antepasados, antes de encerrarlo en los cuarteles de la Kempeitai, la temible policía militar japonesa, experta en torturas. Con Hiroshima en llamas y un piloto americano en sus manos los interrogadores japoneses creyeron tener un diamante en bruto como prisionero.
Los primeros interrogatorios, que incluyeron algunos cortes precisos a cuchillo, nada grave, nada que comprometiera la vida de aquella joya, incluyeron dos preguntas clave: qué era y en qué consistía aquella poderosa bomba atómica y cuántas había en el arsenal de los norteamericanos. Deseoso de salvar su vida, al menos de evitar mayores daños en su cuerpo joven, es probable que McDilda hubiese dicho cuanto sabía. Pero no sabía nada, no tenía idea sobre el átomo y mucho menos podía conocer la capacidad de producción y almacenamiento de armas atómicas en Estados Unidos.
Sin saber qué decir por ignorancia absoluta, McDilda vio acercarse a un oficial japonés que desenvainó su katana, su espada ritual, le hizo con ella un corte leve en la cara, miró deleitado cómo corría la sangre sobre su odiado enemigo y le dijo: “Si no hablás, te decapito”. Ante semejante oferta, en verdad más alternativa que ofrecimiento, McDilda habló. Y mintió, mintió mucho con esa lúcida capacidad que tiene el terror de desarrollar la imaginación.
Los japoneses incorporaron la tortura a sus prisioneros como un elemento más, común y justificado, de la guerra. El historiador Max Hastings, en su fantástica obra “Némesis – La derrota del Japón 1944-1945? lo juzga como un drama cultural. Los japoneses, que preferían la muerte antes que la rendición, tampoco la aceptaban de parte de sus enemigos: quien se rendía, se convertía en un ser deshonroso y despreciable y por lo tanto era merecedor del más terrible de los destinos. Recién después de la guerra, una vez liberados los prisioneros, Occidente supo de las atrocidades cometidas por el imperio en sus campos de concentración en los que abundaron las decapitaciones, las torturas, los trabajos forzados, las muertes por inanición, por epidemias, por experimentos médicos, incluso por el asesinato de los presos una vez terminada la guerra. Cerca de ochenta mil soldados enemigos fueron enviados a los campos japoneses donde fueron obligados al trabajo esclavo, entre ellos la construcción de la línea férrea entre Tailandia y Birmania, conocida con el descriptivo nombre de “El tren de la muerte”. Hastings cifra una estadística inquietante. En la Alemania nazi, en los campos de Hitler, murió sólo el cuatro por ciento de los prisioneros de guerra británicos y estadounidenses. En tanto en los campos japoneses la cifra llegó al veintisiete por ciento.
McDilda tampoco sabía nada sobre los campos de la muerte, la cultura japonesa de la guerra, los suicidios rituales y la muerte por honor. Sólo le dolían los golpes y sentía correr su sangre por la cara. Así que reveló a sus interrogadores el secreto atómico según su entender, que era nulo. El disparate que esgrimió, según quién lo traduzca y según como se recuerde y cómo lo contó luego McDilda, se resume en pocas líneas. Dijo: “Como ustedes saben –no hay mejor sostén de una mentira que elogiar al adversario– cuando los átomos se liberan, se dividen en átomos positivos y átomos negativos. Los científicos americanos han logrado colocarlos en un gran contenedor y separar a unos de otros gracias a un escudo de plomo. Cuando el contenedor es lanzado por un bombardero, el escudo de plomo se funde, los átomos positivos y los negativos se unen y provocan un enorme estallido destructor, un enorme rayo que hace que la atmósfera de una ciudad sea empujada hacia atrás. Cuando la atmósfera retrocede, provoca una enorme presión que destruye todo lo que está debajo”.
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