El eminente historiador británico Orlando Figes, reconocido por sus obras magistrales como “La Revolución rusa” (2000), “El baile de Natacha” (2006) y “Europeos” (2020), nos obsequió en el año 2007 con una monumental obra titulada con maestría incomparable: “Los que susurran. La represión en la Rusia de Stalin”.
Este libro rebosa de historias conmovedores de individuos comunes que fueron víctimas de la opresión, el castigo y la sumisión impuestos por el régimen estalinista en la Unión Soviética, una lectura que no dejará indiferente a nadie y que plantea cuestionamientos profundos sobre los excesos del poder e indirectamente nos invita a reflexionar cuánto de esta realidad, de ese repugnante miedo, se ha replicado con métodos tal vez menos sanguinarios pero igual de perversos en la Rusia de Putin o en latitudes que hoy sorprenden al mundo.
La paráfrasis que a continuación se despliega es una licencia abusiva, un atrevimiento desmedido que me he permitido realizar sobre la introducción de Figes a su extraordinaria obra. Un preámbulo que nos sumerge en la colosal tragedia que padeció el pueblo ruso durante aquel sombrío capítulo de su historia, un periodo que mantuvo en vilo a millones de almas, temerosas de sus raíces y de las palabras que se atrevían a articular.
El exilio
Antonina Golovina, con apenas ocho años de edad, vio desmoronarse su mundo en un desgarrador torbellino de opresión y desesperanza. El viento helado de la historia la arrastró, junto a su madre y dos hermanos menores, hacia los inhóspitos confines de Altai, en Siberia, donde la cruel maquinaria del régimen soviético había erigido una “colonia especial” de exilio penal.
La sombra de la injusticia se cernió sobre los Golovin cuando “Su padre había sido arrestado y sentenciado a tres años en un campo de trabajo por su condición de kulak o campesino rico”. La colectivización del campo arrancó de raíz su estabilidad, confiscando hogar, herramientas y ganado, legado de generaciones, que pasaron a engrosar las filas de una granja colectiva implacable.
El viaje hacia la Siberia remota fue un éxodo de tragedia y despojo. La madre de Antonina tuvo apenas una hora para empacar los recuerdos que restaban antes de partir hacia el abismo helado. El hogar de los Golovin que había sido su refugio durante tanto tiempo quedó reducido a escombros, mientras el eco de la separación resonaba en la dispersión de la familia: hermanos mayores, tíos, tías, todos huyeron en un intento desesperado por escapar del yugo opresor, pero la sombra de la represión los alcanzó a todos, enviándolos al exilio o a la oscuridad de los campos del Gulag, “y muchos desaparecieron para siempre”.
En la “colonia especial”, “un campo de explotación forestal con cinco barracones de madera situados junto a un río, donde fueron alojados mil kulaks con sus familias”, Antonina enfrentó el frío implacable y la crudeza de la supervivencia en un paisaje de desolación. Los barracones de madera, erguidos junto al río, se convirtieron en sepulcros improvisados cuando la nieve devoró dos de ellos en el primer invierno, “y muchos de los prisioneros tuvieron que vivir en hoyos excavados en la tierra helada”. La lucha contra el hambre, el frío y la enfermedad se convirtió en el día a día de mil almas atrapadas en la telaraña de la opresión. La muerte se cernía sobre ellos, y los cadáveres, incapaces de recibir sepultura, se amontonaban en un macabro testimonio de la crueldad humana, esperando la llegada de la primavera para ser arrojados al río, donde la corriente los llevaría lejos, quizás hacia algún resquicio de redención en la vastedad de la memoria histórica.
El estigma
El retorno de Antonina y su familia del desolado exilio siberiano en el gélido diciembre de 1934 no fue el regreso triunfal que esperaban, sino más bien el inicio de una nueva odisea en las áridas tierras de Pestovo, “una ciudad colmada de ex kulaks y sus familias.” En aquella tierra inhóspita, donde el viento soplaba con la fuerza de mil suspiros cargados de pesar, la sombra del pasado se alzaba como un espectro implacable sobre los Golovin. La cicatriz del exilio y el estigma de sus orígenes kulak se convirtieron en compañeros de viaje en su travesía por la vida. “En una sociedad en la que la clase social era lo más importante, Antonina fue señalada como «enemiga de clase», condición que le vedaba la educación superior y muchos empleos, y que la hacía vulnerable a los arrestos en las oleadas de terror que arrasaron el país durante el «reinado» de Stalin.”
En la escuela, donde debería haber dominado el conocimiento y la igualdad, Antonina se enfrentaba a un campo de batalla donde los niños, envenenados por el prejuicio, la acosaban sin piedad. Los maestros, lejos de ser guías compasivos, se convertían en instrumentos de la represión estatal, azotándola con palabras afiladas como dagas envenenadas. Tenía demasiado miedo para defenderse de los niños que la acosaban en la escuela. “Su sentimiento de inferioridad social le infundió «cierto miedo», como ella misma lo describe, de que «por ser kulaks el régimen pudiera hacernos cualquier cosa, porque no teníamos derechos y debíamos permanecer en silencio». En una ocasión, uno de sus maestros la maltrató ante la clase, diciendo que «los de su clase» eran «enemigos del pueblo, miserables kulaks. Sin duda merecéis la deportación… ¡y espero que todos seáis exterminados allí!»”. A pesar del dolor y la indignación que la consumían, Antonina anhelaba levantar su voz contra la injusticia que la aprisionaba. Pero un miedo más profundo, el terror estalinista que acechaba en las sombras, la paralizaba, convirtiéndola en prisionera de su propio silencio.
Verdad y libertad en la era soviética
La vida de Antonina Golovina se asemejaba a un intrincado laberinto, donde cada paso estaba marcado por el miedo y la incertidumbre. Desde los días sombríos de la Siberia exiliada hasta la era de la perestroika, su existencia estuvo envuelta en un velo de temor insidioso que parecía devorar su alma. “Y la única forma que encontró de vencerlo fue integrándose en la sociedad soviética. Antonina era una joven inteligente con un profundo sentido de su individualidad”, y Antonina no se resignó a ser prisionera de su destino. Con una inteligencia aguda y una voluntad inquebrantable, decidió desafiar las cadenas invisibles de su pasado. A través del estudio y el esfuerzo incansable, buscó abrirse paso en una sociedad que la había marcado como una paria desde su nacimiento.
La discriminación y la exclusión no fueron suficientes para detener su ascenso. Pronto encontró refugio en las filas del Komsomol, “la Liga de la Juventud Comunista, cuyos líderes soslayaron sus orígenes kulak porque valoraban su iniciativa y su energía”. Con determinación, escaló peldaño tras peldaño, desafiando las expectativas impuestas por su origen.
La audacia de Antonina alcanzó su punto culminante cuando, a la temprana edad de dieciocho años, decidió borrar su pasado y abrazar un nuevo destino bajo el manto del anonimato. “ocultó su origen kulak a las autoridades soviéticas —una estrategia del alto riesgo— e incluso falsificó sus documentos para inscribirse en una escuela de medicina”, desafiando así al Estado y reclamando su libertad.
Nunca permitió que el oscuro manto de su pasado se desplegara en la esfera pública de su vida cotidiana en el Instituto de Fisiología de Leningrado, donde ejerció su labor durante cuatro décadas. A pesar de sus años de férrea dedicación a la causa del Partido Comunista, afirma ahora que su adherencia no era tanto un reflejo de convicciones ideológicas como un acto de protección, un escudo levantado en defensa de su familia, una muralla erigida para disipar cualquier atisbo de sospecha que pudiera acecharles.
Antonina, en su silenciosa danza con el pasado, también tejía una tupida tela de secretos en el seno de sus matrimonios. Con Georgi Znamenski, su primer esposo, aquellos años de convivencia apenas arrojaron un rayo de luz sobre las sombras de sus respectivas historias familiares. Fue solo la fugaz visita, en 1987, de una tía de Georgi la que, con apenas un susurro, hizo tambalear los cimientos de sus verdades, revelando un pasado que hasta entonces había permanecido sepultado bajo capas de silencio. “insinuó que Georgi era hijo de un oficial naval zarista ejecutado por los bolcheviques. Sin saberlo, Antonina había estado casada todos esos años con un hombre que, al igual que ella, había pasado la juventud en campos de trabajo y «colonias especiales»”.
El segundo acto de su vida conyugal, protagonizado junto a Boris Ioganson, emergió como un eco distorsionado de las tragedias del pasado. En los pliegues de sus conversaciones, ocultó los tormentos compartidos, los dolores heredados de una estirpe marcada por la condena y la ignominia. “Tanto su padre como su abuelo habían sido arrestados en 1937”. Fue solo a principios de los años noventa, bajo el influjo del glásnost de Gorbachov y el clamor de la prensa por la verdad sobre los años de represión estalinista, que el velo de los secretos comenzó a desgarrarse.
Antonina y Georgi, al fin, desataron los nudos que habían aprisionado sus relatos personales durante más de cuatro décadas. Sin embargo, la sombra del silencio aún planeaba sobre su hija Olga, a quien la ignorancia se le ofrecía como un frágil escudo ante el posible resurgimiento de la opresión comunista. En este tejido de silencios y revelaciones, se dibuja el retrato de una vida marcada por la necesidad de preservar, a toda costa, los frágiles vínculos que la unen al pasado. Pero con el advenimiento de la glásnost, el velo del secreto comenzó a desvanecerse.
Finalmente, a mediados de la década de 1990, Antonina encontró el coraje para revelar la verdad que había guardado celosamente durante tanto tiempo. En un acto de valentía y redención, rompió el ciclo del miedo que la había atormentado y abrazó la libertad que solo la verdad puede ofrecer para contarle a su hija sus orígenes kulak.
Sumisión y resistencia
Como Antonina, millones de almas se vieron atrapadas en el vórtice del miedo y la incertidumbre que envolvía a la sociedad soviética. ¿Cómo enfrentaban esta implacable sensación de inseguridad, este constante estado de alerta ante la represión que acechaba en cada esquina? ¿Qué balance podían encontrar entre la indignación y la alienación hacia un sistema opresivo y la necesidad imperiosa de encontrar su lugar dentro de ese mismo entramado?
El equilibrio entre la protesta interna y la sumisión externa era un acto de malabarismo psicológico al que muchos se vieron obligados a someterse. ¿Qué ajustes tuvieron que realizar para redimir su “biografía arruinada” y ser aceptados como miembros de pleno derecho en una sociedad que los había marcado como parias? “Al reflexionar sobre su vida, Antonina dice que en realidad nunca creyó en el Partido ni en su ideología, aunque evidentemente se enorgullecía de su estatus de profesional soviética, lo que implicaba la aceptación de los objetivos y principios básicos del sistema en su desempeño profesional”.
Sin embargo, tras el brillo superficial de su compromiso público, latía un corazón que seguía latiendo al ritmo de los valores campesinos y cristianos arraigados en su ser. La dualidad era una constante en la vida de muchos en la sociedad soviética, una lucha interna entre la lealtad aparente y la verdad íntima, entre la adhesión forzada y la identidad reprimida.
En el vasto paisaje humano de la Unión Soviética, abundaban aquellos que, como niños kulak, nobles o burgueses, optaron por un exilio voluntario de su pasado, sumergiéndose de lleno en el torbellino ideológico del régimen. Sin embargo, detrás de las máscaras de conformidad y lealtad, latía un anhelo de libertad y autenticidad, un eco sordo de las raíces que se resistían a ser olvidadas.
En este laberinto de contradicciones y compromisos, la vida en la Unión Soviética se convertía en un acto de equilibrio precario, donde la apariencia y la realidad, la sumisión y la resistencia, se entrelazaban en un danzón interminable de ambigüedad y conflicto.
‘Los que susurran’
La asimilación de los valores soviéticos se convirtió en un acto casi instintivo para muchos de los protagonistas de “Los que susurran”, un fenómeno que revela las complejidades de la mente humana en un contexto de opresión y miedo. En la conciencia de estos individuos, la mentalidad del Soviet ocupaba un espacio ambiguo, una región donde los antiguos valores y creencias se desvanecían ante el poder avasallador del régimen, no por un ferviente deseo de adherirse al ideal soviético, sino más bien por un sentimiento de vergüenza y temor.
Para Antonina, como para tantos otros, la inmersión en el sistema se convirtió en un refugio, una forma de escapar del estigma y el miedo que amenazaban con consumirla. Destacarse en los estudios y ascender dentro de la sociedad era su manera de afirmar su valía y superar el sentimiento de inferioridad que la atenazaba como hija de kulak. La creencia en el proyecto soviético se transformó así en un salvavidas, una tabla de salvación ante la desesperación que acechaba en las sombras del pasado. “Creer en el proyecto soviético, y colaborar con él, eran una manera de dar sentido a todos sus sufrimientos, ya que sin ese elevado propósito podrían llegar a sumirse en la mayor desesperación”.
Sin embargo, es en la historia oral donde estas voces encuentran su máxima expresión, un eco de los miedos y silencios que habían sido sofocados durante tanto tiempo. “Como lo expresó otro hijo de kulak, un hombre exiliado durante muchos años como «enemigo del pueblo», quien no obstante siguió siendo un estalinista convencido durante toda su vida, «creer en la justicia de Stalin… nos hacía más fácil aceptar los castigos, y nos liberaba del miedo»”.
La reticencia de muchos a hablar sobre su pasado revela las profundas heridas que aún persisten en la memoria colectiva, mientras que otros, aferrados a sus creencias y justificaciones, luchan por encontrar sentido en un pasado marcado por el sufrimiento y la injusticia.
A pesar de estas dificultades, la historia oral ofrece al historiador una ventana única hacia la vida privada de aquellos que vivieron en la sombra del totalitarismo. Sin embargo, este enfoque requiere de una meticulosa comparación y verificación de los testimonios, una tarea ardua pero indispensable para desentrañar la verdad oculta bajo las capas de mito e ideologías. “Como cualquier otra disciplina sometida a los trucos de la memoria, la historia oral tiene sus dificultades metodológicas, y en Rusia, una nación que tuvo que aprender a hablar en susurros, donde el recuerdo de la historia soviética está preñado de mitos e ideologías, los problemas son particularmente graves”.
En el seno de una sociedad marcada por la ominosa sombra del miedo, donde millones de individuos fueron sometidos a la tiranía del silencio, la resistencia al diálogo con agentes portadores de micrófonos, instrumentos ineludiblemente asociados al oscuro poder del KGB, se convierte en un acto de supervivencia. Esta cautela, alimentada por el temor, la vergüenza y hasta por una suerte de estoicismo, ha moldeado las narrativas de quienes han sobrevivido a la represión.
Para muchos de estos sobrevivientes, el dolor del pasado se ha convertido en un territorio vedado, un rincón oscuro del que prefieren no asomarse. La reflexión sobre sus propias vidas se torna un desafío esquivo, pues han aprendido a esquivar las incómodas interrogantes que atañen a sus elecciones morales en los momentos cruciales de su ascenso en el entramado del sistema soviético.
Otros, en cambio, se resisten tenazmente a asumir cualquier atisbo de responsabilidad por las acciones que les avergüenzan, hallando refugio en justificaciones que desdibujan la línea entre la realidad y la ficción, entre la necesidad y la conveniencia. Aun así, a pesar de estas espinosas vicisitudes, o tal vez debido a ellas, la historia oral emerge como un invaluable recurso para el historiador de la vida privada.
Sin embargo, para hacer justicia a la complejidad de las experiencias individuales, el enfoque debe ser meticuloso y riguroso. La confrontación y contrastación de los testimonios, siempre que sea posible, con los registros escritos de los archivos públicos y familiares, se erige como un imperativo moral y metodológico. Solo así podremos entrever los matices de la verdad que se esconden en las penumbras de la memoria colectiva.