Del griego peripeteia, es el instante en que el destino da un giro inesperado, transformando la realidad en algo distinto a lo anticipado. Aristóteles la describió como un cambio repentino en la fortuna de los personajes, una inversión de la situación que lleva a la catástrofe o a la resolución final. El concepto se originó en el teatro griego, pero trascendió los confines de la ficción encontrando eco en la vida real, en especial, la política.
Venezuela, rica en recursos y extensa en historia, vive su peripecia. En las últimas décadas, ha experimentado una tragedia griega moderna. La súbita reversión de la felicidad juega su devenir. Lo que parecía un futuro floreciente de libertad y progreso, resguardado por una -relativa- sólida democracia, se ha transformado en un relato de adversidad, desilusión, espiral de sufrimiento y decadencia; un ejemplo emblemático de la peripeteia política.
A finales del siglo XX, un país con grandes posibilidades de desarrollo, tierra de gracia, clase media en expansión e instituciones democráticas imperfectas, pero con equilibrio aceptable. Bendecida con un capital humano de excelencia y cuantiosos recursos naturales, auguraba un futuro estable, próspero. Sin embargo, el punto en el que la trama toma un cariz fatal, es el arribo de Hugo Chávez al poder en 1999, que marcó el inicio de un proceso que llevaría al país a un punto de inflexión dramático y a una caída que aún hoy parece no tener fin. Conquistó con retórica populista y carisma, narrativa de esperanza, reivindicación, justicia social y redistribución de la riqueza, para encumbrarse como redentor de los desposeídos. Canalizó el descontento, logró un poder casi absoluto, pero sus disposiciones, en lugar de redimir, sembraron semillas de lo que se convertiría en una autocracia moderna.
La peripecia no se produjo de inmediato; fue el resultado de decisiones políticas, económicas y sociales erráticas que acarrearon ruina. El irrespeto a la propiedad privada y expropiaciones, centralización del poder, dependencia excesiva del petróleo, corrupción galopante y confiscación de las instituciones prepararon el escenario para el trágico giro. Lo que en un principio parecía una revolución en nombre del pueblo mutó en un régimen abusivo, arbitrario, donde la pobreza, inseguridad y falta de libertades se convirtieron en la norma.
La ocurrencia actual se produjo con la muerte de Chávez en 2013, su designado deterioró aún más la situación. Se desencadenaron eventos que transfiguraron la estructura política y social en una maquinaria opresiva, en la que la disidencia fue silenciada y las instituciones democráticas erosionadas hasta convertirse en sombras de lo que alguna vez fueron. La riqueza nacional, antaño fuente de orgullo y estabilidad, se convirtió en catalizador de un trance sin precedentes, alcanzando niveles de crisis humanitaria. La economía colapsó, la hiperinflación devoró salarios y un sin número abandonaron su patria en busca de un futuro mejor. La peripecia, en su sentido más trágico, se ha cumplido: Venezuela, de las naciones más acaudaladas de América Latina, hoy, es un símbolo de miseria e infelicidad.
Sin embargo, como en toda desventura, la peripecia no señala el final definitivo. En el drama clásico, el vuelco trágico da lugar a una anagnórisis, tiempo de reconocimiento y revelación que conduce a la redención o, al menos, a la aceptación del destino. En el caso de Venezuela, la posibilidad está latente. Resistencia interna, presión internacional y el anhelo de libertad son fuerzas que conducen a un nuevo suceso, esta vez hacia la recuperación.
El camino hacia la emancipación será largo, difícil, pero la historia enseña que los pueblos, al igual que los personajes trágicos, encuentran impulso y valor para superar las adversidades oscuras. La peripecia venezolana, aunque devastadora, no tiene por qué ser el acto final de esta obra. Al contrario, debe ser el preludio de renacimiento, un nuevo comienzo en la búsqueda de libertad y democracia.
La cuita venezolana es un ejemplo paradigmático de cómo el poder, cuando se concentra y ejerce sin control, arrastra desde la esperanza hasta la desesperación. En este caso, no fue una voltereta fortuita, sino el resultado de decisiones guiadas por la miopía y ambición estulta, que cambiaron el destino de millones. Recordatorio de la fragilidad y de cómo la reversión, que tanto temían los trágicos griegos, es una fuerza poderosa, corpulenta e implacable en la política contemporánea.
El mundo y Venezuela, esperan que el ciudadano responsable y sabio, encuentre en su agnición la autoridad para escribir un final esperanzador a este doloroso capítulo de su historia.
@ArmandoMartini