León Sarcos: Stefan Zweig, maestro del arte biográfico

León Sarcos: Stefan Zweig, maestro del arte biográfico

Todo lo extraordinario e indomable de nuestra existencia se plasma únicamente por la concentración interior; por una monomanía emparentada sagradamente con la locura. Stefan Zweig.

Duele menos, cuando por medio de la violencia y la mentira el opresor cercena la cadena de las libertades conquistadas, que la terrible sensación de desamparo que corrompe el alma, cuando eres obligado por la fuerza a volver a la sinrazón y a la barbarie de donde has salido. El que ha conocido la libertad no aceptará nunca que la ha perdido y seguro encontrará la forma de recuperarla. 

 Federico García Lorca tenía que morir en manos del fascismo español; era su destino.  Oscar Wilde a consecuencia del oscurantismo victoriano y el sufrimiento que acabó con él por los espantosos años de prisión, y Stefan Zweig, como resultado de las atrocidades del nazismo, tuvo que tomar una decisión humanitaria consigo mismo, para no continuar su espiritual martirio viendo el horrible desmoronamiento y desaparición de lo que fue su paraíso, su vida, sus amigos y sus obras. 





La fibra de los hombres muy inteligentes y sensibles no resiste las torturas a la condición humana, menos aún los sacrilegios al espíritu. La vida del genio parece ser una ofrenda que se otorga a los dioses del arte y la belleza en pago a la degradación del pensamiento, en una época de la historia en la que el ser humano es sometido a un nuevo tipo de ultraje y esclavitud.

Víctor Hugo, el gran poeta y novelista, diría: Cada uno de estos hombres es el mismo espíritu humano condensado y contenido en un cerebro que viene en un momento determinado al mundo a dar un paso en el camino del progreso. Terminada la vida y realizada la misión para la que fueron destinados, se unen por la muerte al misterioso grupo dentro del cual viven, probablemente en familia, en el seno de la eternidad. 

Cada género tiene un artista que lo diferencia

Si me piden un solo nombre por género, en teatro, expresaré sin titubeos William Shakespeare. Un novelista a ojos cerrados, Marcel Proust. Un cuentista, Jorge Luis Borges. Si debo nombrar un poeta, diré Auden. Y si me piden un biógrafo afirmaré, sin pensarlo, que en el género biográfico nadie ha logrado las hazañas que consiguió con su tinta violeta, el austriaco Stefan Zweig, el lector de almas de más aguda introspección que ha dado la literatura en su género. 

Zweig no describe la vida de los biografiados. Entra en ellos, y en un acto mágico de posesión, se apropia de sus tiempos, sus gustos, sus debilidades, sus fortalezas, sus vicios, sus manías, sus inclinaciones, desviaciones y todo lo que al escritor le permita devolverlo intacto a la vida, como si el personaje estuviera con nosotros. Era un mago, un psíquico, con enormes poderes para descifrar a los otros sin trastocarlos, desfigurarlos o descomponerlos.

Nace el gran biógrafo vienés

El autor, célebre, entre otras muchas novelas–y poesía, obras de teatro, cuentos y biografías–por Veinticuatro horas en la vida de una mujer, nació en Viena el 28 de noviembre 1881. Pertenece a una generación prolífica, tan fulgurante como numerosa, en la literatura, la música, el periodismo, la psicología y la psiquiatría, que creció, vivió y se hizo famosa entre Austria y Berlín. Los judíos tenían una representación, no solo espléndida y extensa, sino en muchas áreas, genial y descollante.

De Mendelssohn a Schönberg, de Heine a Hofmannsthal, el más admirado de su generación por su genial precocidad, de Wassermann a Freud, de Carlos Marx a Teodoro Herzl, de Maximiliano Harden a Walter Rathenau y Heinrich Hertz, el físico, todos venían de vivir el horror y la humillación del ghetto y el pogromo.

Esa Viena donde vivió los años más intensos, activos y felices al lado de sus padres en la gran casona, Zweig siempre la recordará con descarnado realismo: Me crié en Viena, dos veces milenaria y supranacional, de donde tuve que huir como un criminal antes de que fuera degradada a la condición de ciudad de provincia alemana. No se molesten en buscarla en el mapa: ha sido borrada sin dejar rastro. En la lengua en que la había escrito y en la tierra en que mis libros se habían granjeado la amistad de millones de lectores, mi obra literaria terminaría reducida a las cenizas.

El pesimismo que embargaba a Zweig –cuando escribió sus memorias al principio de la Segunda Guerra Mundial–, había hecho añicos sus vestigios de esperanza. Todos los desplazamientos hechos por Alemania en la contienda, en las primeras de cambio y después de la caída de Singapur, lo hacían un convencido de que Hitler terminaría apoderándose del mundo y eso lo consumía.

Pasada la pesadilla, renace el espíritu de Zweig

El triunfo de los aliados en agosto de 1945, hizo que Viena, después de finalizado El Tratado de Austria en 1955, recuperara su total independencia y empezara un verdadero proceso de reconstrucción que le devolvió el esplendor y la importancia de una de las grandes capitales de Europa, y por supuesto, que los libros de este eminente escritor se empezaran a vender de nuevo con igual o más interés que en el pasado.

El autor de Confusión de los sentimientos, otras de sus novelas más laureadas, hace una confesión que, para quienes lo hemos leído extensa e intensamente, sabemos que es una verdad a medias. Cuando se le pregunta la clave de su éxito como escritor, él humildemente la simplifica:

… el inesperado éxito de mis libros proviene, según creo, en última instancia, de un vicio personal, a saber: que soy un lector impaciente y de mucho temperamento. Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente moroso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual.

 

Aceptado desde sus primeros pasos 

Es mucho más que eso. Por esa razón y otras más le fueron muy fáciles sus comienzos. Su primer ensayo en prosa, que envió al periódico más importante de Viena, fue aceptado sin resistencia alguna; la primera obra dramática que presentó a un director de teatro, subió a las tablas sin diletancias ni angustiantes lobbies. Sus poesías, publicadas sin dificultad alguna, llamaron la atención de compositores ilustres que se apresuraron a ponerle música. Sin lugar a dudas, Zweig fue un virtuoso de la escritura desde el principio.

En otra de sus confesiones nos dice: he presentado a tal o cual editor el proyecto de abarcar toda la literatura universal desde Homero, pasando por Balzac y Dostoievski, hasta la Montaña Mágica, introduciendo cortes radicales en lo individualmente superfluo; entonces, todas esas obras de contenido indudablemente imperecedero, pudieran actuar de manera vívida en nuestro tiempo. 

Sus principales novelas, la mayoría con un promedio entre 80 y 150 páginas, cautivaron a millones de lectores en el mundo; al igual que sus biografías, donde destaca con mayor rigor literario, por sus dones para ver, descifrar y retratar el espíritu humano. 

Lo primero que hay que decir de Zweig es que fue un gran idealista, apasionado por el estudio de la condición humana. Más allá de donde se puede interpretar sentir y razón, y sus conjunciones y disyunciones. Casi toda su obra novelística está constituida por un largo monólogo que, por su intrepidez, por su vistosidad y por su ritmo, parece destinado a la recitación en alta voz. Por ello, algunas de estas obras oficialmente narrativas, han sido declamadas y confirmadas con feliz acogida ante públicos de su época.

La pasión, tema central en la novelística del escritor 

Alguien ha dicho que la clave de novelas como las citadas en el presente trabajo (Amok, Veinticuatro horas en la vida de una mujer, Confusión de sentimientos), es que nos presentan invariablemente a seres atados a la pasión como animales desbocados, que por más que los alcances e intentes detener, después de muchos forcejeos, no podrás. La idea de que las novelas más populares de Zweig reflejan una pasión ciega o el choque de almas que en el encuentro se destruyen, no parecen alternativas suficientes para explicarlas, pues son el mensaje de una humanidad inferior, toda instinto, asunto incierto y cargado de simplismo. 

Es preciso, como bien apunta Carlos Soldevilla en la introducción a las obras completas, que en esta galería de víctimas no hay seres primarios, ni seres desprovistos de inteligencia. La sola referencia a Veinticuatro horas en la vida de una mujer, cuando se refiere a la heroína que durante veinticuatro horas perdió el dominio de sí misma y se entregó a un ser indigno, al volver al hogar, vuelve llena de íntima vergüenza; arrepentida, evita el beso de su hijo y siente un inmenso deseo de purificarse. Siempre en esencia presente la duda de la ley moral entre razón y sentir.

Puede afirmarse –según Soldevilla– que sobre el escritor tuvieron profunda influencia en su obra novelística las ideas de Sigmund Freud, tanto en lo temático como en lo formal. Es evidente que Freud fue determinante en la génesis y confección de las principales obras de Zweig, al ofrecernos el modelo para armar en seres que sucumben repentinamente a una llamada del abismo. 

Esto da vida novelesca a la idea de que bajo la orgullosa figura del ser humano responsable, guiado por la razón y por los nobles principios, permanece el hombre primitivo, no como un estrato inmóvil y superado, sino como aliento indefinidamente fértil en que sigue prosperando una flora pujante, perversa, de seductora atmósfera. Lucha clásica y eterna entre la corteza cerebral y el viejo cerebro reptil que nunca cesará, ya que la razón es al sentir, lo que la ciencia es a la religión, pueden sobrevivir y de hecho lo hacen, pero no será mucho tiempo por separado.

Un verdadero polígrafo

Estefan Zweig fue un polígrafo en la exacta acepción literaria de la palabra, por eso escribió en una diversidad de géneros y en todos lo hizo bien. Hizo poesía, teatro, novela, ensayo y biografía que le permitieron amalgamar un estilo marcado por la erudición, el idealismo, la pasión, la dramatización y la plasticidad, para llevar adelante una escritura mimética, seductora y absolutamente única. 

Muy pocos escritores, entre las décadas del 30 y el 40 del siglo pasado, han logrado tan pronto la resonancia y la aceptación por un público tan diverso y tan amplio como lo hizo este austriaco. 

Es en el género biográfico donde Zweig no tiene competencia alguna, a pesar de que desde su aparición con Plutarco y sus Vidas paralelas, han pasado en diferentes momentos grandes biógrafos –como Boswell, con la excelente biografía de Samuel Jonhson–. Este género solo logrará resonancia en la modernidad con Lytton Strachey y los Victorianos eminentes.

Son los tiempos de biógrafos de la talla de Andrés Maurois, con sus obras sobre Disraeli, George Sand, los tres Dumas, Marcel Proust y Lord Byron; y de Emil Ludwig, autor de biografías históricas: Lincoln, Napoleón, Bolívar, Bismark, Cleopatra y Rembrandt.

Con Zweig nace el concepto moderno de biografía

Ninguno de ellos alcanza lo que magistralmente consigue Zweig: llegar al concepto moderno de biografía, en el que no solo se pide lealtad a los hechos, sino agudeza para interpretarlos y arte para elaborar una obra trascendente, emocionante y bella. Para ello fue necesario el apoyo de la novela: Balzac, Stendhal, Tolstoi y Dostoievski. La madurez de los métodos históricos y su fusión con el sentimiento estético realizado por los grandes historiadores: Burckhardt, Ranke, Michelet, Fustel de Coulanges, Macaulay y Carlyle, y, por fin, el desarrollo de la filosofía en conexión con el de la biología y el de la moderna psicología que tiene su punto de conmoción en la genial visión de Freud.

Hay quienes sostienen, y comparto esa visión, que uno de los caracteres que distingue al genio de los espíritus ordinarios es que los genios tienen doble reflexión. Gracias a este especial don, los genios pueden elevar a una máxima altura lo que los retóricos llaman antítesis; es decir, la facultad soberana a través de la cual se ven los dos lados de los objetos, el lado bueno y malo del alma, la genética hombre-mujer de los seres humanos, las manifestaciones agrias y las dulces del temperamento, lo que se dice y lo que en verdad se piensa, la mentira y la verdad de forma simultánea.

Stefan Zweig no solo hace converger los elementos que llevan la biografía al estrellato, sino que también, en su doble reflexión, logra la admirable hazaña de hacer retratos humanamente psicológicos y vivos de escritores y personajes de la historia por el conocimiento de su literatura, sus obras, actuaciones, los relatos orales recibidos, las presunciones del instinto, y un erudito conocimiento del tiempo que les tocó vivir a cada uno. Zweig consigue levantar el más prístino cuadro de seres admirados, temidos y aborrecidos, sin abandonar en ningún momento la sencillez, la elegancia y la profusión. 

La enseñanza del maestro Hugo

Víctor Hugo dejó un consejo maravilloso para los estudiantes de literatura que Zweig practicó con destreza desde sus inicios, especialmente en sus biografías:

La sobriedad en poesía es pobreza; la sencillez es grandeza. Dar a cada cosa la cantidad de espacio que necesita es sencillo. Y la sencillez es la justicia. La ley del gusto consiste en colocar las cosas en su lugar y expresarlas con la palabra adecuada. La más prodigiosa complicación en el estilo o en el conjunto puede ser sencilla si se mantiene en cierto equilibrio latente y en ciertas proporciones misteriosas. Ahí residen los arcanos del gran arte, y solamente la alta crítica soberana, que tiene su punto de partida en el entusiasmo, penetra y comprende estas sabias leyes.

Y concluye con esta bella metáfora: Pueden ser sencillas la opulencia, la profusión, la irradiación resplandeciente. El sol es sencillo.

Zweig es a la biografía lo que Shakespeare es al teatro: lo máximo. Si en el último encontramos en sus obras la tragedia, la comedia, el cuento de hadas, el himno, el sainete, la carcajada divina, el terror, el horror y el drama, en el primero vamos a encontrar al partero, al cura, al historiador, a la nobleza, al militar, al artista, al campesino, al juez, al sabio y al ignorante, al revolucionario y al conservador; al ser humano íntegro que vive con todas sus bondades, verdades, mentiras y culpas; en fin, al maestro en el arte de biografiar.

Si alguien logró darles vida a los personajes después de su muerte, fue Zweig con todas sus biografías. En su escritura hay música, hay un imán de emociones que palpitan y te atraen, capturan y te hacen rehén de las vibraciones del alma del personaje y su autor hasta el final y aun después.

La biografía de la reina María Antonieta

Una muestra de algunos párrafos de la biografía de la reina de Francia, cuando llega la revolución en 1789, habla del estilo y corroboran las virtudes que destila su prosa para, con sencillez y modo, describir primavera y ocaso de un personaje tan magnificado como injuriado por la circunstancia histórica que le tocó vivir.

Escribir la historia de la reina María Antonieta es volver a abrir un proceso más que secular, en el cual acusadores y defensores se contradicen mutuamente del modo más violento. Del tono apasionado de la discusión son culpables los acusadores. Para herir a la realeza, la Revolución tenía que atacar a la reina y, en la reina, a la mujer…

Una introducción que abre telón a una de las controversias más polémicas sobre el destino de un ser humano; para unos una mujer inocente, para la política un pretexto para drenar parte de lo que siempre han llamado los marxistas el odio de clase. 

Con melodramática ordinariez, este drama coloca frente a frente los términos más violentamente opuestos; arrojada desde una residencia imperial de cien estancias a un miserable calabozo, desde un trono real a un patíbulo, desde una dorada carroza encristalada a la carreta del verdugo, desde el lujo a la indigencia, desde la simpatía universal al odio, desde el triunfo a la calumnia, cada vez más y más bajo e inexorablemente hasta las profundidades postreras…

La nobleza humillada, los simuladores de siempre cobrando venganza en lo más frágil y notable, y finalmente calmada la insurrección, el temporal, la envidia que cuando se deja busca desquite, la moraleja:

Con espanto, en medio de sus tormentos, reconoce, por fin, la transformación operada en su ser. Esta castigada mujer jamás se había interrogado a sí misma acerca de su propia alma. Es precisamente cuando termina su majestad, cuando comprende que algo grande y nuevo se inicia dentro de ella, entonces, abonada de congoja, dirá: Es en la desgracia donde más se siente lo que uno es.

Estas palabras, dice Zweig, medio orgullosas y medio conmovidas, brotan de repente de su preciosa boca; sobreviene el presentimiento de que, justamente por estos dolores, su vida, pobre y corriente, sobrevivirá como ejemplo para la posteridad. Se convertirá o la convertirán en la reina mártir (reine martyre).

En adelante, el lector se encontrará, a lo largo de más 500 páginas, con una de las mejores biografías escritas que le mantendrán en vilo, no solo hasta que la guillotina con toda la carga de ciega crueldad caiga sobre su terso, blanco y bello cuello, sino también después, y hasta el final.

La biografía de Dostoievski

Ninguno de los especialistas en temas biográficos logra capturar al lector de forma tan inmediata, intensa y empática como lo hace Zweig en sus biografías, particularmente, en la del genial escritor ruso Fedor Dostoievski. Su vida gira entre la muerte y la locura, entre el sueño y la llama clara de la realidad. Cada uno de sus problemas personales toca un problema insoluble de la Humanidad; cualquier superficie que en él iluminemos como profeta, destella infinito. Como hombre, como poeta, como ruso, como político, su ser irradia en todas las direcciones sentido eterno. 

Así lo consolidan sus doctrinas mesiánicas harto oscuras en algunas páginas de Los Hermanos Karamazov. La voz de Dostoievski cobra tonos terribles cuando anuncia al paganismo perdido en Europa. Este mensaje de redención, en el que parecemos escuchar los ecos de un discurso del presente en el principal vocero de la política rusa, Vladimir Putin –refulge de nacionalismo eslavo y en el tiempo presente sustituye al ario–, raya de verdad en el delirio, cuando se pregunta ¿qué es Europa?

Un cementerio donde hay tumbas lujosas, pero apestantes de podredumbre y cuyos despojos no sirven siquiera de estiércol para la nueva siembra. La cosecha esperada solo puede florecer bajo la tierra rusa. Los franceses son unos fatuos o vanidosos; los alemanes, un pueblo vil de salchicheros; los ingleses mercachifles del sentido común; los judíos orgullo apestoso. El catolicismo la doctrina de Satanás, ludibrio de Cristo; el protestantismo, la fe de un Estado de razonadores, y ambas religiones, caricatura de la única verdadera, que es la rusa. El Papa, Satanás bajo la Tiara; nuestras ciudades, Babilonia, la gran prostituta del Apocalipsis; nuestra ciencia, un vanidoso fuego de artificio; la democracia, el cuadro aguado de seseras reblandecidas; la revolución, una comedia de engaños para los tontos y entontecidos; el pacifismo, chácharas de comadres. Con todas las ideas de Europa se podría formar un ramillete seco, marchito, bueno para dejarlo pudrirse en el estiércol. Solo hay una idea verdadera, justa, grande: la idea rusa.

Expresiones muy cruentas y despreciables de un personaje novelesco desquiciado, un iconoclasta, pero que bien expresan –una parte, aunque exagerada– las creencias del antiguo pueblo moscovita y que la tradición más conservadora ha traído con nuevo vestido y bríos al presente como suele pasar cuando el ojo perverso del político avizora las creencias por donde es posible permear y agitar el entusiasmo idiota de la masa.

Un humanismo idealista censurado 

Las cuatro palabras que definen el ambiente infantil donde transcurren los primeros cinco años de la primaria y los ocho de Gymnasium de este genial escritor están marcados por la seguridad, la alegría, la curiosidad y la certidumbre. Y los rasgos distintivos de su personalidad: una inteligencia sensible, una memoria extraordinaria, una timidez manifiesta y una disciplina y organización que fue perfeccionando hasta hacerla funcionar con la exactitud de un reloj.

Nunca se sintió especial por ser judío, decía que sus padres habían sido por accidente, por eso nunca militó en el sionismo. Fue un pacifista consagrado. Miles de páginas han sido escritas sobre la vida y la obra de Stefan Zweig, pero no creo que se haya tratado con suficiente justicia. Tiene seguidores que son verdaderos fanáticos de sus obras, pero que no le suman cualidades valorativas, más allá de las puramente retóricas, a un género que la crítica libre, ni la académica, por lo menos en el mundo de habla hispana, han trabajado con hondura. 

No se le ha dado el rango que merece a la biografía y uno de los maestros en el género perdió mucho de su ganada popularidad y prestigio en el mundo occidental, debido especialmente al prurito religioso católico que critica severamente la eutanasia –y una buena parte de ella aún no acepta–, y condena celosamente el suicidio, el cual comparto totalmente en plenas facultades mentales y otros atenuantes contenidos en la psicología clínica.   

Una vocación

Hay tres condiciones primarias que debe tener un ser humano con verdadera vocación para destacar en el género y que en Zweig resaltan con verdadero brillo:

Fue un humanista integral, un idealista, que con nervio y sangre escribió prosa poética para cantar la vida de sus semejantes. Tenía una profunda sensibilidad e intuición para ver donde nadie, solo él podía, y ese es un don. Se puede, por otro lado, tener el mejor conocimiento sobre el personaje, pero sin el sortilegio para transmitirlo. La energía, la fuerza, el vigor apasionado para narrar es vital, y la claridad y precisión complementaria. Una vida es movimiento, es acción, es dinamismo; en una vida ocurren mil cosas simultáneamente.

Tenía entereza para reconocer lo mejor en los otros. Y así fue desde los inicios, cuando quedó hechizado en la adolescencia por el talento de su contemporáneo Hugo Hofmannsthal, evaluando sus cualidades, haciendo abstracción de sus inclinaciones personales. Un buen biógrafo debe ser un juez con limpia perspicacia para aplicar la doble reflexión sobre los atributos, confrontándolos únicamente con verdades históricas que sirvan de soporte o evidencias aproximadas de toda fuente posible. Nada es exacto en la vida de los seres humanos, pero la reunión sistemática y conjugada de información, ayuda a la intuición a llegar más cercanamente a la formulación de un juicio.

En fin, sabía mimetizarse, condición esencial para celebrar los atributos personales, artísticos, políticos, académicos, religiosos y empresariales de cualquier ser humano merecedor de que su vida forme parte de un largo o corto relato de lo que fue. Cuando el biógrafo desaparece, sus virtudes también. Valen solo los méritos del biografiado y el biógrafo se transforma en un simple auscultador de almas que describe íntegramente con tal belleza a su personaje que se hace eterno con él. Zweig, para mí, continuará siendo sin lugar a dudas el gran maestro de la biografía moderna.

Epílogo

Un ser humano que tenía una caligrafía cuidada, que escribía sus manuscritos en tinta violeta, en folios gruesos que exhibían en el encabezado un monograma con sus dos iniciales, S Z, como afirma Jesús Marchamalo en un ensayo sobre Stefan Zweig, tenía que ser por deducción un ser excesivamente meticuloso, disciplinado y pulcro. 

Como todo buen investigador debió ser súper ordenado, detallista, curioso, pero de temperamento impaciente. Su eficiencia para el logro estético corría con demasiada prisa para obtener el resultado y eso hacía que, en ocasiones, las oraciones se atropellaran en la composición de sus párrafos de pura trémula pasión. Pensándolas, debía correr a estamparlas.     

Pienso que Zweig amaba los rituales y es posible que los fetiches y el exhibicionismo, pero no como dice uno de sus enemigos, por desviación, sino fruto del narcisismo. Que haya dejado una escena trágica tan bien organizadamente montada en su actuación final nos habla de su talento especial de dramaturgo. La escena de cierre, el decorado y la escenografía no podía ser más genuinamente impactante. Los dos amantes tendidos en el último abrazo amoroso.

Debía tener Zweig una valoración obsesiva de respeto por los otros, producto de una distinguida formación familiar, cuando entre las cartas que deja escritas, una de ellas va dirigida a los caseros, pidiendo perdón por todas las molestias que ocasionará a ellos aquel fatal desenlace. 

La más importante entre la correspondencia dejada, va dirigida al presidente de la Asociación de Escritores de Brasil, Claudio de Souza, cuyo texto es el siguiente: 

Antes de que yo, por libre voluntad y en plena posesión de mis sentidos, abandone la vida, me siento obligado a cumplir un último deber: agradecer desde lo más íntimo a este maravilloso país, Brasil…

Cada día pasado aquí ha contribuido a querer más a este país, en ningún otro lugar hubiera querido reconstruir mi vida de nuevo, después que el mundo de mi propio idioma se derrumbó y mi patria espiritual, Europa, se autodestruyó. Pero después de haber cumplido sesenta, hacen falta muchas fuerzas para comenzar totalmente de nuevo. Y las mías están agotadas de errar por tantos años sin patria. Por eso considero mejor cerrar a su debido tiempo y con actitud erguida una vida en que la libertad personal y el trabajo intelectual me han dado las mayores alegrías y me parecen el más alto bien de esta tierra.

¡Saludo a todos mis amigos! ¡Ojalá lleguen a ver la aurora tras esta larga noche! Yo, excesivamente impaciente, me adelanto a todos ellos.

Stefan Zweig

Petropolis 22/2/1942

Carta valiente, de un guerrero Samurai que se siente vencido, pero consciente y altivo desea llegar por manu propia a su final.

Se acostumbró a la libertad, a la seguridad, a la ley, al respeto, a la tolerancia, al reconocimiento, al mérito, a la democracia, a las instituciones, y cuando llegó la devastación de su Viena amada y perdió todo lo que había logrado, a sus 60 años consideró una idiotez volver a empezar una vida nueva en un hábitat muy distinto a la tierra que le dio la vida y donde conoció la felicidad y el triunfo. Decisión perfectamente respetable. Había perdido, simplemente, la motivación para vivir y para volver a ser.

Total, él ya había escrito de puño y letra: No basta con pensar en la muerte, sino que se debe tenerla siempre delante. Entonces, la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre.

León Sarcos, septiembre 2024*