Sin embargo, cuando están en el poder siempre intervienen en los asuntos de otros países, con propósitos de implantar regímenes que les sean afines. Así fue como a partir de 1999 el chavomadurismo financió con miles de millones de nuestros petrodólares a candidatos y partidos que se afiliaron al denominado “socialismo del siglo XXI” y en muy corto tiempo pudieron llegar al poder en Brasil, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Argentina, Chile, Nicaragua, Honduras, El Salvador, Colombia y México, aunque el financiamiento se produjo en todos los países, incluidos los caribeños y europeos. En su momento hubo múltiples denuncias al respecto en la prensa internacional. Esos recursos dispendiosos para comprar un fatuo liderazgo internacional han debido ser entonces invertidos en programas destinados a mejorar la calidad de vida de los venezolanos.
(Por cierto, otros tantos miles de millones de dólares fueron regalados a gobiernos extranjeros que se plegaron al “socialismo del siglo XXI” o fingieron hacerlo oportunistamente, tanto en nuestro hemisferio como en otros continentes. Una detallada relación de tales regalos, basada en informaciones confiables, aparece en mi libro cómo “Cómo se destruye un país”, editado por “Los libros de El Nacional”, Caracas, 2009, páginas 185 y siguientes.)
Ya se sabe que las dictaduras -sean de izquierda o de derecha- siempre violan compulsivamente los derechos humanos en sus países, pero se molestan cuando desde afuera, adonde su poder no llega, las denuncian y ponen en evidencia. Por lo general, siempre terminan muy mal, como lo dijera en días pasados el Papa Francisco. Casi siempre desembocan en una tragedia que se arrastra en primer lugar al dictador y los suyos.
Hay ya una larga historia al respecto. Por ahora, bástenos citar apenas algunos casos recientes, para no ir tan atrás: el sátrapa iraquí Saddam Hussein y el déspota libio Muhammar Gadafi, quienes pagaron con sus vidas los crímenes que cometieron. Más recientemente, la Corte Penal Internacional y los tribunales de justicia de algunos países, han llevado a juicio a ciertos dictadores, en cumplimiento del Estatuto de Roma sobre crímenes de lesa humanidad: Omar Al Bachir (Sudán), Hosni Mubarak (Egipto), Efraín Ríos Montt (Guatemala) y Hissene Habré (Chad), sin faltar casos como el del ex dictador de Serbia, Solobodan Milosevic, quien murió preso en espera de su sentencia definitiva.
Estos autócratas siempre apelaron al principio de la soberanía y la no intervención. Otros que hoy los imitan o pretenden hacerlo, también echan mano al mismo argumento cuando los organismos de derechos humanos y los Estados democráticos denuncian y protestan sus vilezas y abusos. Su respuesta, casi siempre invariable, es la misma: rechazan esas acusaciones en nombre del “
patriotismo, la dignidad y la soberanía nacionales”, típicas frases grandilocuentes de todos los opresores cuando desde afuera los cuestionan por sus crímenes.
Pero sucede que actualmente la defensa de los derechos humanos es un tema planetario, más allá de los Estados nacionales, por encima de sus gobiernos, sus fronteras y sus intereses. Y nadie puede, con justa razón, impedir a la comunidad internacional no se pronuncie contra cualquier régimen para defender los derechos humanos de sus ciudadanos.
Por lo tanto, la denuncia y la protesta constituyen legítimas atribuciones de los organismos jurisdiccionales internacionales, creados por las Naciones Unidas, para investigar, fiscalizar, juzgar y condenar a los responsables de crímenes de lesa humanidad, violaciones de los derechos humanos, masacres militares o policiales contra sus nacionales o, incluso, cuando se desentiendan de asistirlos para evitar que, por ejemplo, mueran de hambre o por causa de cualquier otra desgracia humanitaria.
Por supuesto que hay que diferenciar entre soberanía nacional y no intervención. La primera siempre debe ser respetada, pues la ejerce el pueblo en toda democracia. Esto significa, ni más ni menos, que ese principio de soberanía no existe en las dictaduras -que siempre lo desconocen-, por lo que tampoco puede ser utilizado en su defensa. Una cúpula política y militar que usurpe la soberanía popular carece entonces de toda legitimidad.
Está claro, pues, que el respeto y la defensa de los derechos humanos siempre deben estar por encima de Estados y gobiernos. Y resulta muy claro también que la comunidad internacional está en la obligación de velar por su defensa y ejercicio plenos, más allá de la farisaica manipulación del principio de la no intervención, que tanto gusta invocar a los dictadores para protegerse y ocultar sus crímenes de lesa humanidad.