La carta, escrita de puño y letra por Alfred Nobel y dirigida a una mujer a la que llama “querida amiga”, es el documento más antiguo que se conoce sobre la intención del inventor de la dinamita de crear el primero de los premios que hoy llevan su nombre y que todos los años generan expectativas, especulaciones y polémicas sobre los galardonados. El texto, además, revela el papel que esa mujer, la escritora y militante pacifista Bertha Kinsky, jugó para motivar a Nobel a donar parte de su enorme fortuna para financiar los premios.
Por infobae.com
“Ojalá el nuevo año traiga prosperidad a usted y a la noble campaña que viene llevando con tanto poder contra la ignorancia y la ferocidad humanas -dice la carta fechada el 7 de enero de 1893, unos cuatro años antes de la muerte de Nobel-. Me gustaría poner a disposición parte de mi fortuna para fundar un premio que se otorgue cada cinco años, o seis años y que, si en treinta años no logra cambiar el actual sistema, deberá caer infaliblemente en la barbarie. El premio será otorgado a aquel o aquella que sepa llevar a Europa hacia caminos que conduzcan a la pacificación general. No estoy hablando de desarme, lo cual sólo se podría conseguir dentro de mucho tiempo, tampoco estoy hablando de un arbitrio obligatorio entre naciones, aunque ese resultado debería conseguirse pronto para que todos los estados se vuelvan, de forma solidaria, en contra del primer agresor. Entonces las guerras pasarán a ser imposibles. Y como resultado se haría forzar aun al estado más beligerante a recurrir a un tribunal o incluso permanecer en paz”.
Esa era la aspiración de Nobel, una ilusión que 131 años después de aquella carta sigue sin materializarse en un mundo en permanente conflicto donde las armas hablan con más potencia que cualquier mediación. Esa era también la lucha a la que Bertha Kinsky había dedicado gran parte de su vida y que impactó profundamente en el físico e ingeniero sueco.
Las existencias de Nobel y Kinsky se cruzaron materialmente en 1876, cuando la joven mujer, de 33 años, respondió a un aviso que el empresario millonario apenas diez años mayor que ella pero que ya se sentía viejo, publicó en un diario de Paris. “Caballero mayor, adinerado y altamente educado, busca dama de edad madura, versada en idiomas, como secretaria y supervisora del hogar”, decía.
Bertha cumplió ese papel durante apenas 15 días, hasta que Nobel debió realizar un largo viaje a Estocolmo y ella decidió finalmente casarse con el hombre que amaba desde muy joven, Arthur von Suttner, en secreto y contra la opinión de las dos familias. Sin embargo, esas dos semanas en la que Kinsky trabajó con Nobel fueron suficientes para forjar una amistad y una admiración mutua que se prolongó hasta la muerte del inventor de la dinamita.
La militancia pacifista de Bertha caló a fondo en el espíritu de Nobel y fue decisiva para que creara el premio Nobel de la Paz cuando ya vivía atormentado porque su invento le había valido que lo llamaran “el mercader de la muerte”.
Una necrológica equivocada
La primera vez que Nobel supo que lo llamaban así fue una mañana triste de 1888 -estaba de duelo por el fallecimiento, el día anterior, de uno de sus hermanos- abrió un diario sueco y se encontró con su propia muerte en una necrológica equivocada.
Eso dice una historia que permanece viva aún hoy, aunque nunca fue documentalmente comprobada dado a que nadie encontró un ejemplar del diario donde se habría publicado el supuesto obituario. Según el relato, el periodista encargado de escribir la nota confundió al muerto verdadero, Ludwig, con su hermano famoso, Alfred, y se despachó sin piedad contra el inventor de la dinamita en un texto titulado “Ha muerto el mercader de la muerte”.
Puesto frente a ese espejo que le devolvía la imagen de un monstruo, Alfred Nobel decidió entonces que no quería ser recordado así y se propuso dejar un legado que lo mostrara como un benefactor. Para conseguir esa transformación digna de la alquimia, dispuso que casi toda la fortuna que había amasado gracias a la dinamita fuera destinada a premiar a aquellos cuyo trabajo beneficiara a la humanidad.
La consecuencia de esa escena casi mítica del nacimiento del Premio Nobel es, en cambio, bien real y puede medirse en dinero contante y sonante. En un testamento firmado en París en 1895 -dos años después de la carta donde le anticipa sus intenciones a Bertha- Nobel dejó un capital de 31,5 millones de coronas suecas de la época -lo que equivale a unos 220 millones de dólares de estos días-, con la indicación que, cada año, sus intereses fueran repartidos entre quienes en el transcurso del año anterior se hubiesen distinguido por trabajar para hacer “un mundo mejor”.
Alfred Nobel era soltero y no tenía hijos, de modo que esa decisión no desamparaba a nadie, aunque cuando murió -un año después, el 10 de diciembre de 1896 en San Remo, Italia- sus sobrinos y posibles herederos cuestionaran el altruismo de ese tío millonario que, al pretender beneficiar a la humanidad, los dejaba sin un dinero al que creían tener derecho.
Es imposible saber si hay algo de cierto en el relato que se inicia con la lectura de una necrológica equivocada. En cambio, la carta enviada a Bertha Kinsky resulta una prueba fidedigna del papel que jugó esa mujer a la que Nobel quería y admiraba en la creación del premio.
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