Gehard Cartay Ramírez: La víctima complaciente

Gehard Cartay Ramírez: La víctima complaciente

El golpe de Estado contra la voluntad de la soberanía popular que se expresó el pasado 28 de julio abre una etapa aún más compleja y difícil para la libertad y los derechos humanos, aquí y afuera, y replantea el viejo debate sobre la indefensión de la democracia frente a quienes trabajan para suplantarla, a partir de los medios que aquella generosamente les ofrece.

La verdad es que en nuestro caso tal vez nunca fueron apreciadas, en sus justos términos, las ventajas y aportes del sistema democrático. Duele decirlo, pero parece algo comprobable a estas alturas del tiempo. Tal vez nos acostumbramos a la democracia sin valorarla adecuadamente, pensando que iba a durar por siempre y que sus enemigos no podrían ya derrotarla desde adentro, luego de varios intentos fallidos entre 1958 y 1992.

Por desgracia, la democracia en general ha sido y sigue siendo demasiado generosa para dar voz y voto a los que, incluso, quieren destruirla mal utilizando la soberanía popular, que es, sin duda, su principal sustento por aquello de la legitimidad. Son varias las experiencias históricas al respecto, todas las cuales resultaron trágicas, lo que no ha impedido que se repitan luego. Hitler y Mussolini, por ejemplo, llegaron al poder por la vía electoral y luego instauraron sus dictaduras, con los resultados catastróficos ya conocidos, tanto para sus países como para el mundo. Aquí en Venezuela, como bien se sabe, el golpista Chávez Frías fue insólitamente elegido presidente en 1998, tras lo cual comenzó a implosionar la democracia, tarea que han continuado sus herederos en el poder.

Tales hechos han demostrado que, aunque parezca paradójico, la propia democracia facilita su destrucción mediante la utilización de sus mecanismos de decisión. Fundamentándose en principios de equidad, tolerancia y libertad, ha permitido todo tipo de abusos en su contra, y lo que resulta peor aún, ha entregado a sus cancerberos las armas para que estos, conforme a sus siniestros propósitos, la liquiden en cuanto pueden, alegando sus fallas y vicios como razones últimas. De esta manera, esos enemigos declarados utilizan perversamente las propias garantías que les brinda el sistema democrático para sepultarlo. Sobran los ejemplos a este respecto, como ya se señaló antes.

Lamentablemente, la democracia se ha convertido en una “víctima complaciente”, como lo aseguraba el pensador y escritor francés Jean-François Revel (1924-2006) a principios de los ochenta en su libro “Cómo terminan las democracias” (Editorial Planeta, 1983), una de sus obras más conocidas. “La civilización democrática –agregaba– es la primera que se quita la razón frente al poder que se afana por destruirla” y, probablemente, más que la fuerza de sus enemigos, ha sido mayor causante de su derrota la humildad con que la propia democracia “acepta desaparecer y se las ingenia para legitimar la victoria de su más mortal enemigo”. Así, por lo general, según el valedero criterio de Revel, “es menos natural y más nuevo que la civilización agredida (en este caso, agrego yo, la democracia) no solo juzgue en su fuero interno que su derrota está justificada, sino que prodigue, tanto a sus partidarios como a sus adversarios, innumerables razones para describir toda forma de defensa suya como inmoral, en el mejor de los casos como superflua e inútil, frecuentemente incluso como peligrosa”.

Agrega Revel que “el enemigo interior de la democracia juega con ventaja, porque explota el derecho al desacuerdo inherente a la democracia misma”. Se trata de una verdad monumental, como lo ha venido demostrando la reciente historia, con el añadido de que los sistemas democráticos son de nueva data, menor a los 200 años, por lo general. Pero ocurre que ellos conllevan una falla de origen que sus adversarios utilizan para destruirla: “…la democracia es ese régimen paradójico –sigue señalando el pensador francés– que ofrece a quienes quieren abolirla la posibilidad única de prepararse a ello en la legalidad, en virtud de un derecho, e incluso de recibir a tal efecto el apoyo casi patente del enemigo exterior sin que ello se considere una violación realmente grave del pacto social”.

Tal vez por esa razón, no faltan quienes sostengan que combatir y reducir a la mínima expresión a quienes quieran destruirla contradice las normas mismas de funcionamiento de la democracia, en virtud de su naturaleza pluralista y diversa. ¿Será esto cierto? ¿O tal vez sea una forma de chantaje –muy cínico, por supuesto– de sus enemigos, por cuanto ellos se deshacen fácilmente de los suyos en caso de que amenacen su existencia, lo que casi nunca ocurre porque se les impide actuar desde el principio, al contrario de las democracias? Bien se sabe que los totalitarismos no aceptan alternativas ni otras fórmulas debido a su propia naturaleza.

En consecuencia, resulta muy claro que para el recto funcionamiento del sistema democrático también debe existir reciprocidad hacia él por parte de quienes reciben sus garantías y el respeto al libre ejercicio de los derechos de opinar y participar. Por lo tanto, si existen grupos extremistas que no hacen suyos esos principios democráticos ni la convivencia que implican para ejercerlos pacíficamente, resulta natural que no tengan la misma consideración que quienes sí lo hacen y permiten así su cabal funcionamiento.

Porque, en definitiva, la democracia está en la obligación de defenderse, lo que implica actuar contra quienes quieren destruirla. Y es que así como la democracia no puede ser tolerante con quienes pretenden liquidarla desde afuera, menos lo puede ser con sus enemigos internos, por cuanto arriesga su propia existencia, como ha quedado demostrado.

Nuestra dolorosa experiencia actual, y las otras a que nos hemos referido antes, constituyen una lección histórica que debemos tener en cuenta en el porvenir para que las generaciones futuras no las tengan que sufrir.

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