Las detenciones por corrupción de los presidentes de PDVSA, esas caídas espectaculares que sacuden titulares de prensa y ofrecen al público un espectáculo de juicios y condenas, son apenas un sainete mal montado, un espectáculo que intenta disfrazar una verdad infinitamente más devastadora. Porque lo que se esconde tras este teatro de detenciones y acusaciones es el verdadero crimen, el mayor daño irreparable que el chavismo-madurismo ha perpetrado en Venezuela: la destrucción de su industria petrolera, el corazón mismo del país.
PDVSA, la que fue la joya de la corona venezolana, el motor de su economía y el símbolo de su identidad, ha sido desmantelada, expoliada, entregada a la incompetencia y a los intereses mezquinos de un sistema corrupto. Todo se ha hecho bajo la promesa de una revolución que decía luchar por el pueblo, pero que, en realidad, ha dejado al país empobrecido, sumido en la miseria, y sin los recursos que alguna vez lo hicieron próspero.
No se trata de un accidente ni de una simple mala administración; es una tragedia deliberada, meticulosamente ejecutada bajo el disfraz de reformas, expropiaciones y políticas “patrióticas”. El resultado es que PDVSA, que una vez sostuvo a Venezuela como una nación con uno de los estándares de vida más altos de la región, hoy languidece, incapaz de alimentar a su propio pueblo ni de sostener la economía.
Y así, mientras nos presentan la comedia de las detenciones por corrupción, mientras uno tras otro caen los nombres de los responsables, el verdadero daño permanece. Porque lo que se ha roto no es solo una empresa, sino el futuro de un país, el sustento de generaciones enteras. Ahí está el verdadero crimen: en la destrucción de una industria que fue símbolo de orgullo y esperanza, y que hoy solo queda como un recuerdo de lo que Venezuela pudo ser y no fue.