Armin Meiwes, un hombre de 42 años con aspecto amable y vida aparentemente normal en la tranquila localidad de Rotemburgo, Alemania, se había ganado la confianza de quienes lo rodeaban. Informático de profesión, vivía en una enorme mansión antigua que resguardaba el secreto de su verdadera naturaleza.
Por infobae.com
Bajo su apariencia cortés y su disposición a ayudar, se escondía una obsesión inconfesable: la fantasía de encontrar a alguien que, voluntariamente, aceptara ser sacrificado y consumido. Según detalló el diario alemán Spiegel, cada noche, en el aislamiento de su hogar, recorría foros de internet, donde buscaba una respuesta a su insólito deseo. Finalmente, la encontró en un anuncio que él mismo publicó, que solicitó un “hombre joven, de buen físico, dispuesto a ser comido”.
Fue en ese inframundo digital donde Bernd Brandes, un ingeniero berlinés de 43 años, encontró la solicitud de Meiwes.
Según Hessnschau, Brandes respondió y de esa manera aceptó una oferta que parecía imposible: sacrificar su propia vida en un acto de consumación final.
Con las semanas, los correos y mensajes de chat entre ellos comenzaron a trazar un plan.
Una tarde de marzo de 2001, Brandes subió a un tren rumbo al encuentro con Meiwes, a un pequeño y remoto pueblo en el corazón de Alemania.
Cuando Brandes llegó, la tensión entre ellos era tangible, como un duelo sin armas. Ambos, dispuestos a cumplir un pacto, compartieron un momento íntimo, un acto sexual. Y después de ingerir veinte pastillas para dormir y un trago fuerte de licor, Brandes permaneció consciente, aunque débil, lo suficiente como para ser testigo de su propio sacrificio.
En la cocina de aquella casa de madera oscura, los dos llevaron a cabo el ritual: Meiwes mutiló a Brandes en el acto que ambos habían acordado, cocinando una parte del cuerpo y compartiendo aquel primer bocado.
Brandes agonizaba y, según el asesino, se sumergió en una bañera para detener la hemorragia, mientras él leía una novela de ciencia ficción en la habitación contigua.
La escena era de una calma desquiciada. En algún momento, Brandes comenzó a perder el conocimiento, y Meiwes, como si estuviera siguiendo un guion, se aproximó con un cuchillo de cocina y lo apuñaló en el cuello.
Aquel acto fue seguido por una especie de trance: troceó el cuerpo, guardando cada porción en el congelador, al lado de una pizza.
Durante semanas, en cenas solitarias, descongelaba las partes y las freía con aceite de oliva y ajo, como si preparara un festín cotidiano. Decoraba la mesa con velas, sacaba su mejor vajilla y se servía una copa de vino sudafricano.
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