En Venezuela, la economía es un espectáculo de ilusionismo. El dólar oficial, ese venerable anciano sostenido artificialmente entre 36 y 37 bolívares, finalmente ha sido dejado a la intemperie, a renquear tras el dólar paralelo como un perro callejero tras una presa inalcanzable. Lo curioso, aunque no sorprendente, es que esto no es un accidente, sino un acto de comedia negra, con Nicolás Maduro en el papel de maestro de ceremonias, inflacionando no globos, sino salarios y esperanzas.
El 28 de julio, los venezolanos le dieron al gobierno un voto castigo, y Maduro, herido en su orgullo de prestidigitador, respondió de la única forma que sabe: golpeando donde más duele, el bolsillo. Porque si algo define al socialismo del siglo XXI es su capacidad para transformar el salario en un chiste cruel. ¿Que la gente ya no cree en el bolívar? Pues se les llena el estómago de devaluación y se les vacía el bolsillo con inflación. Así, el ciudadano se convierte en equilibrista de la miseria, pagando hoy lo que mañana no valdrá ni un caramelo.
Pero esto no es sólo economía, es teatro del absurdo. El dólar BCV, que alguna vez posó como modelo de estabilidad, se tambalea como un payaso ebrio, persiguiendo al paralelo sin alcanzarlo jamás. Las reservas se agotaron, pero el espectáculo continúa. Después de todo, ¿qué es un gobierno sin un público desesperado? La ilusión se desmorona, y los venezolanos, espectadores involuntarios, aplauden con rabia cada vez que la magia se convierte en golpe.
En este circo, no hay final feliz. Sólo queda reír por no llorar, mientras el dólar corre, el salario desaparece y el bolívar se hunde en un truco que nunca fue mágico.