Gehard Cartay Ramírez: 1998, las advertencias desoídas

Gehard Cartay Ramírez: 1998, las advertencias desoídas

Por donde se le analice, el chavomadurismo ha sido un régimen inviable desde sus inicios.

Va a cumplir 25 años en el poder –apenas dos menos que la larga dictadura del general Juan Vicente Gómez– y su único legado es una Venezuela destruida, saqueada y esquilmada como nunca antes.

Se trata de un cuarto de siglo perdido para nuestro país. Esto significa, ni más ni menos, que bajo el actual régimen Venezuela no ha podido entrar al siglo XXI, así como la dictadura gomecista impidió que ingresara al siglo XX –hasta que murió, en 1935, en su cama de Maracay aquel anciano bellaco–, según el atinado criterio de ese gran venezolano que fue Mariano Picón Salas.





Lamentablemente, esta terrible realidad que hoy vivimos era previsible en 1998, cuando fue electo el golpista Chávez como presidente. Pero muy pocos alertaron sobre la desgracia que entonces sobrevendría como una maldición para varias generaciones hasta ahora. El recordatorio vale hoy y siempre porque muchas veces la irresponsabilidad colectiva lleva a los países al desastre y luego nadie asume tales errores para achacárselos después a cualquier “chivo expiatorio” a la mano. Siempre ha sucedido así, lamentablemente.

Sin embargo, repito, antes de las elecciones de 1998 hubo unas escasas y fundadas observaciones sobre la inconveniencia de elegir a un golpista como presidente, pero fueron desoídas entonces. Debo destacar, entre ellas, dos que me parecen muy importantes citar ahora.

La primera la hizo el historiador y profesor universitario Luis Castro Leiva en numerosos artículos de opinión publicados en la prensa caraqueña entre 1989 y 1999, reunidos póstumamente en el libro Los espejos de la conciencia (El Centauro, editores, Caracas, 2001).

El volumen se divide en tres partes: la primera contiene también graves advertencias sobre la segunda presidencia de CAP a partir de 1989, comenzando por los fastos de La Coronación –insólita escenografía donde la vedette fue un Fidel Castro en smoking–, inmediatamente después el lamentable Caracazo y luego otras cuantas verdades más que presagiaban que aquello no comenzaba bien y terminaría muy mal.

La segunda parte analiza las dos intentonas golpistas de 1992 y sus nefastas consecuencias, así como la ceguera de buena parte del liderazgo nacional de entonces. Y luego viene la tercera parte, dedicada a presagiar lo que sobrevendría con la elección del golpista de 1992, gracias a otra ceguera, la del electorado de 1998.

No es posible ahora, en estas breves líneas, analizar el libro de Castro Leiva, que bien lo merece. Pero no puedo dejar de citar un párrafo conclusivo de aquellas agudas reflexiones, pocos días antes de la elección del teniente coronel: “Conozco algunos hombres serios y honestos, que arriesgaron vidas e ideales por hacer lo que hicieron, que están con Chávez, a ellos me dirijo. Amigos chavistas, amarren a su loco. Es hora de que piensen revisar el problema síquico del personaje y su temperamento. Tanta pobreza en la prudencia, tal negligencia en el manejo de las emociones no merece tanto respeto como cuidado. Y es que hay una diferencia entre gobernar y mandar. ¿No?” (El Universal, 18-11-1998.)

La otra advertencia la hizo el poeta, filósofo y politólogo Alberto Arvelo Ramos, quien fue dirigente y senador del MAS –fallecido en 2010–, en un agudo ensayo con largo título: El dilema del chavismo: una incógnita en el poder, publicado también por José Agustín Catalá (El Centauro, ediciones, septiembre de 1998), justo dos meses antes del proceso electoral de aquel año.

Esta obra se divide en dos partes. La primera, titulada “La sed de transparencia”, desentraña las funestas motivaciones del golpe de Estado de 1992 y analiza los proyectos de decretos que aquella logia militarista había preparado con antelación en caso de que hubiera triunfado la asonada. “Con feroz sinceridad –escribió Arvelo Ramos– ellos definen (…) un Estado totalitario como jamás hemos tenido alguno en nuestra larga secuencia de dictadores y de déspotas” (p. 72). Incluye, de seguidas, un análisis sobre las elecciones de 1998 y las siniestras intenciones de la candidatura del comandante golpista.

La segunda parte, titulada “En defensa de los insurrectos”, publicada en 1992, no le hace honor a su título, pues contiene un interesante análisis sobre la crisis del sistema democrático y sus partidos políticos de entonces, lo que en apariencia “explicaría” la acción de los golpistas, pero no la justificaría de ningún modo. Los hechos posteriores, a los cuales se refiere el autor en la primera parte, hablan por si sólos.

Lo cierto es que, según el autor, los golpistas que en 1998 acudían a la vía electoral no habían abjurado entonces de aquellas proposiciones que postulaban una nueva dictadura militar, a lo que había que agregar los violentos discursos pronunciados por el candidato en plena campaña (“la fritanga de cabezas adecas y copeyanas”, el ultimátum de tomar Miraflores la misma noche de las elecciones, la tronante amenaza de una rebelión militar si le desconocían el triunfo, etc.).

Todo ello, a juicio de Arvelo Ramos, constituían síntomas indiscutibles que calificaban a Chávez como alguien peligroso, a quien había “que pedirle que clarifique qué lo que está prometiendo para que, de ser electo, podamos –los que voten por él y los que no lo haremos– reclamarle o reconocerle el fiel cumplimiento, con actos políticos que surjan del ejercicio directo de la soberanía de un pueblo cuya pasividad y quietud sería un grave error asumir y dar por sentada” (p. 79).

Tanto Castro Leiva como Arvelo Ramos predicaron en el desierto. Nadaron contra la corriente cuanto pudieron, pero sus advertencias fueron desoídas. Y aquí estamos, 25 años después.