Albert Camus escribió que “si un hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo”, pues al cabo, en el marco de esos valores éticos y desde una perspectiva laica, la justicia sin libertad degenera en tiranía, se hace despótica, sirve a la mentira; en pocas palabras, mal conjuga a favor del hombre y de su libertad. Mas el ejercicio de la libertad, sin mediar la justicia se vuelve práctica abierta y sin contención del egoísmo, se vuelve contra sí misma y al despreciar los valores éticos –negar la igual dignidad humana de todos los hombres– hace que el disoluto termine como víctima de sus comportamientos por modeladores los ajenos o, al término, se haga sátrapa. (Juan Bastrad, Diez valores éticos, Palma de Mallorca, PPC, 2004). Ello escapa al ejercicio retórico o dialéctico.
Si miramos la actual realidad de Venezuela y la confirmamos con datos duros, verificados, que nos aportan los observatorios más prestigiosos del mundo, sin exagerar constataremos estar en presencia de un país considerado como el más corrupto del mundo, en contraste con el ser de la mayoría de los venezolanos; el de peor índice de desarrollo humano en la región y la peor posición en materia de libertad económica en el planeta. Si se trata del aprendizaje y la educación, los estudiantes del último año de bachillerado, en cifras que se sitúan entre 60% y 70%, carecen de habilidad verbal.
El imperio de la disolución y de la arbitrariedad, en un marco de ausencia de contenciones que ya dura 25 años hasta el pasado 28 de julio, ha dejado como herencia lo señalado, obra de desviaciones intelectuales acerca de la libertad y de la emancipación social y al corromperse a las instituciones de mediación. Pero el país se decidió a expulsar de su vida y afectos a ese imperio, conjurando las legalizaciones de la ilegalidad, el culto social del relativismo, y el ejercicio de la mentira como fisiología del poder. ¡Y es que, para colmo, hasta se ha salido del sistema de simulación! En el pasado hispano, durante la Colonia, la ley se acataba, no se cumplía, pero simulaban su cumplimiento los enviados de la Corona.
El caso es que si se pudiese arbitrar sobre tales desviaciones y sus ominosas consecuencias, para corregirlas o enmendarlas, el Informe Independiente de la ONU sobre los crímenes de lesa humanidad ejecutados por el régimen de Nicolás Maduro y su cohorte hace constar que tras las elecciones presidenciales últimas los fiscales y los jueces, en lugar de proporcionar protección a las víctimas, al conjunto de los venezolanos, juegan un rol importante en la represión de Estado –terrorismo de Estado lo califica la Comisión Interamericana de Derechos Humanos– en Venezuela.
Si los venezolanos –lo que es obligante e impostergable– hubiésemos de precisar el saldo de las pérdidas sufridas y cuantificar intelectualmente lo que habremos de reponer para poder dejar atrás y progresivamente la realidad de mal absoluto que nos atrapa, nos bastará el inventario de lo que no es ideológico ni narrativo. Habremos de tomar a mano los principios que son síntesis de la sabiduría judeocristiana, patrimonio intelectual de Occidente, latentes en las bases de nuestra identidad como nación desde la hora inaugural del Nuevo Mundo. Helos aquí.
La dignidad de la persona humana, fundamento de la naturaleza de nuestros derechos de libertad; la primacía del bien común y el discernimiento en la jerarquía entre los bienes materiales e inmateriales: todos los derechos para todas las personas y sus tutelas efectivas; la propiedad privada y el destino universal de los bienes; la solidaridad, pues nadie ejerce su libertad frente a sí mismo sino ante los otros y junto a los otros, dada la interdependencia entre todos; la subsidiariedad, pues la búsqueda de la realización y el perfeccionamiento personal en el marco de bien común se ha de iniciar dentro de cada persona, cada comunidad o pequeña sociedad lugareña, absteniéndose el Estado y sólo dando su concurso promotor y subsidiario; la participación social, a saber, que cada ciudadano ejerza de manera libre y responsable sus derechos –como el derecho totalizante de la democracia– de colaboración con vistas al bien común; la cultura de la vida y la calidad de vida, que no es sólo biológica sino y por sobre todo vida humana y vida buena, no mero buen vivir; en fin, la existencia de la ley moral que ilumina, a la luz de los anteriores principios, al orden social, en lo político y en lo jurídico.
Nada de esto tiene lugar en Venezuela. Pero ha mediado la milagrosa y consciente recomposición del alma nacional, en una hora de diáspora y de pulverización de la nación, ante el desafío que nos significara a los venezolanos derrotar a la maldad instalada en el Palacio de Miraflores, con el instrumento del voto. No ha sido reconocido, es verdad. Pero ante la misma dictadura y ante el mundo cedió la mentira y quedó delineado con perfiles indelebles el rostro procaz del mal absoluto. Y por saber nosotros y saberlo nuestros observadores, sin espacio para la duda, cuál es rostro que nos paralizaba y provocaba miedo, desnudo ante todos le hemos perdido el miedo al miedo, y todos.
Las claves del dolor, que es común y no diferencia entre parcialidades, menos entre desviaciones ideológicas, y la del renacimiento de la esperanza, símbolo movilizador y trascendente que se concreta en la idea de la vuelta a la patria: para ser libres como debemos serlo, diría Manuel J. Sanz, nos devolvió en un tris el sentido de humanidad. El saber los venezolanos que no hay libertad sin justicia, ni justicia sin libertad.
“Venezuela tardó poco en conocer sus fuerzas, y la primera aplicación que hizo de ellas, fue procurar desembarazarse de los obstáculos que le impedían el libre uso de sus miembros”, nos habría dicho don Andrés Bello, en el lejano 1810, en vísperas de nuestra Emancipación.