Luis A. Pacheco: La Charrasca Alemana

Luis A. Pacheco: La Charrasca Alemana

Caracas

Mi abuelo, Luis Julio, como buen católico, armaba en la sala de su casa en Caracas un espectacular pesebre. Quizás por su educación como ingeniero civil, el nacimiento, o Belén, como se les llama en España, era todo un proyecto de construcción. Uno de los lados de la sala era vaciado de muebles, incluyendo el gran espejo en la pared donde el retrato de Cristóbal Mendoza, que presidía la sala, se reflejaba. La pared en cuestión se recubría con un papel azul que suponía imitar el cielo hace 2000 años. No era esto una escena plana, como hoy vemos en los reducidos belenes hechos en China. Luis Julio creaba la topografía del Medio Oriente, como él se la imaginaba, con colinas sinuosas hechas de cajas de cartón de diferentes tamaños, cubiertas de papel de bolsa a modo de suelo y con musgo a modo de vegetación, que a la vez escondía los cables de la instalación eléctrica que iluminaba la escena de noche. Modelos de edificaciones a escala, lagunas hechas con espejos, palmeras, animales, en fin, toda una escenografía.

Las figuras, protagonistas en el escenario, cambiaban o se movían durante el mes. El nacimiento no era un mero adorno estático, era una puesta en escena de la historia de la natividad. Incluía la Anunciación a María, el periplo en burro de María y José de Nazareth a Belén, y la llegada al pesebre, que ocupando el lugar central de la escena, estaba vacío hasta la Nochebuena. El recién nacido era colocado en su cuna de paja a la medianoche, y el ángel que anunciaba el nacimiento se colgaba arriba del pesebre; el día de Navidad, los pastores, que hasta entonces merodeaban en los alrededores, eran ubicados ahora en adoración al niño. Las figuras de los Reyes Magos, que hasta entonces no formaban parte de la historia, aparecían poco después de Navidad, montados en sus camellos y deslazándose desde el horizonte oriental (la derecha), siguiendo una nueva estrella en el cielo.  El día de Reyes, eran sustituidos por figuras ya desmontadas de sus bestias, que arrodilladas ante el niño divino ofrendaban oro, incienso y mirra.

Y si eso les suena elaborado, era nada comparado con el nacimiento que adornaba las Navidades del Hogar Clínica Nuestra Señora de Guadalupe, el hospital infantil que entonces ocupaba la esquina de Sabana Grande con la 2.ª Avenida Las Delicias, a solo una cuadra de Palmasola, que así se llamaba la casa de Luis Julio. Ese nacimiento lo recuerdo como una obra majestuosa. La gente hacía largas colas para verlo, sobre todo después de la puesta del sol, que es cuando se apreciaba mejor. Sobre el telón de fondo, luces simulaban el transcurrir del día y la noche, en un ciclo mágico. El momento cumbre era la aparición en el firmamento de la estrella de Belén, con todo y su estela.  Al contrario del nacimiento de Luis Julio, el de San Juan de Dios, por lo grande, era un conjunto de escenas que narraban la historia de la natividad, como si de un libro se tratara.





Maracaibo

Aura, mi mamá, siempre hizo de las navidades un momento especial. Siempre se esforzó por darnos algo que recordar, dentro de las limitaciones familiares que entonces no entendíamos. La casa, casa de petrolero, era una casa de arbolito de Navidad.

En una esquina de la diminuta sala-comedor de esa pequeña casa de la calle 82 B, el árbol de Navidad se levantaba altivo y orgulloso. El árbol en sí mismo era una rareza en la Maracaibo de finales de los años cincuenta, principio de los sesenta; una sociedad cuyas tradiciones navideñas giraban alrededor de la gaita, el nacimiento y el Niño Jesús, y que, de manera lenta, pero con paso firme se transformaba, aunque algunos dicen que nunca se ha transformado del todo.

El árbol había sido comprado en la Casa Serizawa, cuyo local estaba sobre la avenida Bella Vista, a escasas cuadras de la casa. En esos años, los productos japoneses ocupaban en el comercio el lugar que hoy comandan los chinos: baratos y de calidad dudosa. No era un árbol cualquiera. Para empezar, el árbol era artificial, todavía estaba lejano el tiempo en el cual los pinos canadienses marcarían con su abundante presencia las navidades de la llamada Venezuela Saudita. Estaba totalmente hecho de aluminio, tronco, ramas y hojas, lo que le daba un aire de modernidad bastante peculiar: suerte de pino a la Paco Rabanne.

Aunque el árbol estaba diseñado para ser iluminado por un reflector rotativo de colores cambiantes, en mi casa decidieron llenarlo de los circuitos de luces de la época, muy en contra de la advertencia que gritaba desde una etiqueta en el tronco recubierto de papel plateado: WARNING. DO NOT USE ELECTRIC LIGHTS. De un árbol de Navidad plateado a un balancín iluminado en un campo petrolero, no hay sino un paso, pero eso es otra historia.

A la sombra del árbol, Aura armaba un pequeño nacimiento. María y José, la mula y el buey, los pastores y los Reyes Magos, todo presidido por el ángel y la estrella; el niño, solo aparecería en el pesebre el día de Navidad. Durante la mayoría de nuestra niñez, este sería el lugar donde el Niño Jesús dejaría los regalos a la medianoche de la Nochebuena. Había una orden ejecutiva de no poder abrir los regalos hasta la mañana de Navidad, que, como en cualquier dictadura, llegamos a birlar mis hermanos y yo. En esas navidades maracuchas, extraña mezcla de gaitas de protesta y de tradiciones norteamericanas traídas por el petróleo, el Niño Jesús empezaba a transmutarse en Santa Claus.

Ya en la adolescencia, en la década de los sesenta, era natural que uno quisiera ser gaitero, que junto con ser pelotero, era la aspiración de cualquier maracucho que se preciara del gentilicio. Mi hermano Emilio, con quien compartía cuarto, ya en la casa de la Calle 66 A, aspiraba a tamborero y en la casa recuerdo la existencia de un furro; instrumento que por sencillo que parezca es difícil de tocar apropiadamente. Un diciembre, decidí que iba a aprender a tocar la charrasca, que se me antojaba, ilusamente, como el instrumento más fácil de tocar; el ritmo de gaita en el cuatro siempre me fue difícil de dominar. Así las cosas, le pedí a mi Padrino/Abuelo Enrique (Heinrich) que me hiciera una charrasca. El tener mi propio instrumento, pensaba yo, me garantizaría un puesto en el conjunto gaitero del colegio y con ello el respeto de mis pares.

Enrique, un mecánico alemán, había llegado a Maracaibo, desde Hamburgo, antes de la Segunda Guerra Mundial, junto a las máquinas embotelladoras de la Cervecería Zulia. Al casarse con mi abuela Celina, se convirtió en nuestro abuelo alemán.  Con eficiencia germana, agarró un tubo de bronce, y usando el torno y la fresadora del taller de la cervecería, produjo una charrasca de muescas perfectamente alineadas y, mejorando el diseño original, le añadió un bastoncito finamente torneado, también de bronce, para rasgar el instrumento.

El sonido de esa charrasca se me antojaba celestial, era como oír las campanas de la Catedral de Colonia, brillante, agresiva. Pero nunca pude cumplir mi sueño. El primer ensayo con el conjunto fue un fracaso. La charrasca sonaba tan duro, quizás por el grosor de las paredes del tubo de bronce, que no dejaba oír ningún otro instrumento, lo que la hacía inútil, y a mí, redundante. La gaita no estaba lista para la eficiencia germana, al menos no en esa época de instrumentos sin amplificación eléctrica. Enrique nunca supo del incidente, estaba muy orgulloso de su charrasca “alemana”, y yo nunca quise desilusionarlo.

Bogotá

En Navidad es muy fácil ponerse sentimental. No hay más que oír el villancico “Niño Lindo” o el estribillo de la gaita “Sentir Zuliano” para retrotraerse a lo que recordamos como buenos o mejores tiempos. Aquellos de lágrima fácil sentiremos como el corazón se arruga y correremos a escondernos en una esquina a abrazar nuestra nostalgia.

El Pesebre de Luis Julio, el pino de aluminio de Aura y la charrasca de Enrique, son mis postales navideñas: mensajes del pasado que siempre me acompañan. Parafraseando a Jorge Luis Borges: “obras del olvido y de la memoria.”