Julio Verne, el escritor que con frecuencia predijo el futuro sin proponérselo, muestra en su obra La isla de Hélice (1895) una intuición sorprendente sobre la ingeniería y la geopolítica del siglo XX. Esta novela puede considerarse una prefiguración literaria de una de las grandes hazañas de la ingeniería: el Canal de Panamá, que uniría los océanos Atlántico y Pacífico, y cuya construcción comenzaría casi dos décadas después de su publicación. La obra no solo narra una historia de ficción, sino que anticipa la creación de una infraestructura monumental que transformaría la navegación y alteraría el equilibrio de poder mundial. «Los navegantes no tienen más que un solo medio de comunicación entre los dos océanos, un medio que se va a transformar, sin lugar a dudas, en uno de los más grandes logros de la ingeniería humana», escribe Verne. La conexión interoceánica aparece en la novela como una necesidad imperiosa, como si el destino de la humanidad dependiera de superar esa barrera natural.
La idea de un canal interoceánico no era nueva en 1895; ya existían estudios sobre proyectos similares en el istmo de Panamá y en Nicaragua. En la novela, un personaje sostiene que «un canal que atraviese el istmo, como si fuese una línea de unión entre dos mundos, permitirá a las naciones del orbe ahorrar miles de millas de viaje». Este «ahorro» no solo tiene un componente geográfico, sino también económico y estratégico, una noción que se concretaría durante el siglo XX.
El canal no es solo una línea divisoria; es un símbolo de avance civilizatorio. Su construcción representa la capacidad humana para transformar la naturaleza, dominarla y ponerla al servicio de intereses globales. Este acto de poder también encarna una expansión de la modernidad, un puente entre lo posible y lo real. Verne, al anticipar esta transformación, ya vislumbraba lo que más tarde se conocería como la «geopolítica del agua», el control de rutas comerciales que definirían el destino de las naciones. Hoy, el Canal de Panamá es considerado un emblema de la habilidad de la ciencia para reconfigurar la geografía, la política y la economía mundial.
El Canal: progreso, poder y autonomía
Quizás, como sugiere el propio Verne en un pasaje de la novela, la creación de un canal interoceánico no solo representaba la unión de dos océanos, sino algo más profundo: acercar a la humanidad a su destino, un futuro inevitable en el que la ciencia y la tecnología, como siempre, no solo nos conducirían al progreso, sino también a lo desconocido.
Lo fascinante de esta obra no radica únicamente en su asombroso acierto respecto a muchos aspectos de la construcción del canal, sino en su capacidad para captar el alma del proyecto. Verne logró vislumbrar esa mezcla de sueños de progreso y las tensiones políticas y sociales que lo acompañaron. Aún más importante, anticipó la confrontación entre el deseo de control y la lucha por la autonomía del territorio que albergaría esta obra. A lo largo del siglo XX, la cuestión de la soberanía panameña fue uno de los elementos más complejos en las relaciones entre Panamá y Estados Unidos. Aunque Verne no pudo prever todos los detalles, ya percibía la lucha por el control territorial, al presentar a las naciones involucradas como actores que no solo anhelaban el progreso, sino también el poder sobre el espacio.
La paradoja, como en tantas grandes obras, es evidente: el Canal es, al mismo tiempo, un símbolo de progreso y de subordinación. La humanidad se ve a sí misma como dueña del progreso, pero esa misma sed de control puede originar tensiones y luchas por la autonomía. Los panameños, al igual que muchos países a lo largo de la historia atrapados en la órbita de grandes potencias, se ven confrontados entre la promesa de prosperidad y la realidad de la dependencia. Es la tensión entre lo global y lo local, entre el imperialismo norteamericano y Panamá constituida en Estado-nación tras ser amputado el territorio a la república de Colombia.
Si, como se dice, la literatura tiene la capacidad de anticipar los cambios del mundo, Verne lo hace de una manera que no solo parece adelantada a su tiempo, sino también irónicamente atemporal. Nos muestra que las grandes obras humanas no son solo el producto de la razón, sino también de la ambición, la necesidad de poder y, sobre todo, del deseo de trascender los límites de lo posible.
La independencia de Panamá: una historia de intereses y traiciones
El 3 de noviembre de 1903, Panamá se erigió como república independiente tras un proceso que, a pesar de su aparente entusiasmo y nacionalismo, estuvo marcado por la intervención extranjera, las tensiones internas y una serie de acuerdos que no solo redefinieron el destino de un país, sino también el de toda una región. Si uno se sienta a pensar en la creación de Panamá, probablemente lo primero que le venga a la mente sea el Canal, esa vía estratégica que conecta dos océanos y atraviesa el corazón de un país pequeño. Pero la historia de la independencia de Panamá es mucho más que una simple cuestión de geografía: es el relato de un acto político complejo en el que las ambiciones de las grandes potencias y los intereses locales se entrelazaron de manera incómoda y, en muchos casos, deshonrosa.
La cuestión comienza, como muchas en América Latina, con el peso de la historia y la herencia colonial. Durante buena parte del siglo XIX, el Istmo de Panamá fue parte de la Gran Colombia, un territorio que incluía los actuales Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá. A lo largo de este período, Panamá no era más que una región lejana, periférica, cuyos intereses políticos y económicos se diluían en las disputas internas de un país dividido. Pero cuando la Gran Colombia se disolvió en 1831, Panamá se incorporó a la República de la Nueva Granada, que más tarde sería conocida como Colombia. Esta integración no fue bien recibida por muchos de los panameños, quienes, más que identificarse con los colombianos, se sentían abandonados y desatendidos por el poder central en Bogotá.
Era un istmo estratégico, no solo por su ubicación geográfica, sino por lo que representaba para el comercio mundial: el paso entre el Atlántico y el Pacífico, una de las arterias principales del intercambio económico global. Pero el aislamiento de la región, la falta de infraestructura y la escasa atención por parte del gobierno central hicieron que Panamá se convirtiera en un lugar de tensiones constantes. En este contexto, la construcción de un canal interoceánico era la obsesión de muchas potencias extranjeras, y Colombia, que controlaba el istmo, no parecía dispuesta a ceder en esta cuestión.
De hecho, a mediados del siglo XIX, Francia, bajo la dirección del visionario Ferdinand de Lesseps (quien había supervisado la construcción del Canal de Suez), intentó sin éxito la construcción de un canal en Panamá. El fracaso de los franceses se debió a la maldición del terreno panameño, que se cobró miles de vidas por enfermedades tropicales, y a la incapacidad de los ingenieros para enfrentar las complejidades del proyecto. Pero la apuesta de los franceses fue solo el inicio de un juego que, en su siguiente capítulo, involucraría a Estados Unidos.
La llegada de Theodore Roosevelt a la presidencia de los Estados Unidos en 1901 cambió el curso de la historia. La visión imperialista de Roosevelt, que sostenía que “había que hablar suavemente y llevar un gran garrote”, encontró un terreno fértil en el Istmo de Panamá. El canal era vital para los intereses militares y comerciales de Estados Unidos, y no podía permitir que una potencia ajena como Colombia tuviera el control de esa zona clave. La cuestión era entonces cómo obtener la soberanía del istmo sin desatar un conflicto directo con Colombia, que resistía la idea de ceder ese territorio.
Y es aquí donde entra en escena la independencia de Panamá. En 1903, cuando las tensiones entre Colombia y Estados Unidos llegaban a su punto máximo, un pequeño grupo de separatistas panameños, conscientes de la oportunidad histórica, proclamaron la independencia de Panamá. Lo que siguió a esa proclamación fue una serie de movimientos que, por más que parecieran espontáneos, fueron en gran medida estimulados, financiados y, sobre todo, protegidos por Estados Unidos. Los separatistas, encabezados por figuras como Philippe Bunau-Varilla (un ingeniero francés que había trabajado en el proyecto del canal y que ahora se encontraba en Panamá en calidad de representante de las fuerzas extranjeras), vieron en la independencia una vía para asegurar no solo el control de la Zona del Canal, sino también para reforzar su poder local.
Panamá: independencia y dependencia en el Canal
La intervención de Estados Unidos fue crucial. A través de un destacamento naval y la presencia de tropas en el istmo, Washington garantizó que Colombia no pudiera sofocar la rebelión. La independencia de Panamá fue, en ese sentido, un acto que no solo tuvo lugar en las calles de Ciudad de Panamá, sino también en las oficinas diplomáticas de Washington, donde se firmó el Tratado Hay-Bunau-Varilla, un acuerdo que, a cambio de un pago simbólico y una renta anual, otorgaba a Estados Unidos el control perpetuo de la Zona del Canal.
El Tratado Hay-Bunau-Varilla, firmado en 1903, es uno de esos documentos que, al ser leído hoy, provoca una mezcla de indignación y asombro. Para empezar, fue firmado por Bunau-Varilla en nombre de un gobierno panameño que, en realidad, no existía más allá de un pequeño grupo de conspiradores. Ni siquiera estaba autorizado por las autoridades panameñas. Pero lo peor no es la legitimidad del tratado; lo peor es que, al final, Panamá cedió su soberanía sobre un área clave de su territorio, lo que marcó el destino del país durante la mayor parte del siglo XX.
A pesar de las críticas y la controversia sobre la forma en que Panamá se independizó, el país comenzó a consolidarse como una nación. En 1904, adoptó su primera constitución y estableció un gobierno republicano, aunque en la práctica, la presencia de Estados Unidos y el control sobre el Canal de Panamá seguían siendo una constante fuente de tensión. Mientras tanto, el Canal, inaugurado en 1914, se convertía en una de las obras de ingeniería más emblemáticas del siglo XX, y Panamá continuaba siendo una pieza clave en los intereses geopolíticos globales.
La historia de la independencia de Panamá es la historia de una nación que nació de la mano de intereses externos y de unas élites locales dispuestas a sacrificar una parte de su soberanía a cambio de beneficios inmediatos. Es una historia de traiciones y de decisiones que, aunque tomadas con la mejor de las intenciones en su momento, dejarían cicatrices profundas en la relación entre Panamá y Estados Unidos, y que alimentarían las tensiones internas a lo largo del siglo XX.
La independencia de Panamá, en resumen, no fue un acto de soberanía plena ni una reivindicación del poder popular, sino un acuerdo entre grandes potencias y pequeños actores locales que encontraron en el contexto internacional la oportunidad de construir algo que, aunque significativo, sería siempre un monumento a las ambigüedades y los intereses cruzados.
El Tratado Hay-Bunau-Varilla: independencia y sumisión en el umbral del siglo XX
El Tratado Hay-Bunau-Varilla no es solo un acuerdo diplomático, sino un símbolo de los desequilibrios de poder entre dos naciones, una nacida de la lucha por su independencia y la otra, ya consolidada como imperio. En la interpretación de los historiadores, la firma de este tratado parece ser una especie de espejo roto que refleja las tensiones de una época, las fracturas de una historia que, aunque distante, sigue viva en la memoria colectiva.
David McCullough, el historiador estadounidense que ha narrado con pulso firme la construcción del Canal de Panamá, no tiene dudas: para él, el tratado es la manifestación más nítida del imperialismo estadounidense, de una diplomacia asimétrica en la que Panamá, recién salida del yugo colombiano, fue un actor casi inexistente. La historia, según McCullough, no se escribe en las avenidas de la política internacional, sino en los pasillos oscuros donde las grandes potencias toman decisiones sin consultar a quienes, en teoría, son los dueños del terreno. Para él, el tratado no es solo un acuerdo, sino una imposición disfrazada de negociación, una suerte de amenaza velada disfrazada de diplomacia.
Por otro lado, Héctor E. MacLean, el historiador panameño, va más allá al calificar el tratado de «fraudulento». Su crítica no es solo histórica, sino también ética: la firma del acuerdo por Philippe Bunau-Varilla, un delegado que ni siquiera representaba legítimamente al nuevo gobierno de Panamá, marca el tratado con una mancha indeleble. No es solo un acuerdo desigual, es un pacto hecho sin el consentimiento del pueblo panameño, un acto que traiciona no solo el espíritu de la independencia, sino la misma noción de soberanía. MacLean denuncia la falta de legitimidad en todo el proceso, subrayando que el futuro de una nación no puede decidirse en los márgenes de un despacho en Washington, ni mucho menos por un hombre que ni siquiera había nacido en Panamá.
Ramón A. Díaz, por su parte, lo interpreta como un «acto de soberanía impuesto». Una declaración que, si bien parecería inocente en su redacción, no hace más que revelar la profunda contradicción entre lo que Panamá realmente ganó y lo que realmente perdió. Porque, al fin y al cabo, lo que Estados Unidos realmente deseaba no era la independencia de Panamá, sino un canal. La independencia fue solo una moneda de cambio, un precio por el que Washington pagó para garantizar su control sobre el istmo, una soberanía que en el fondo no era tal, sino una fachada sobre la que se levantaron nuevas formas de dependencia. Panamá fue libre, sí, pero su libertad estaba atada a la voluntad de una nación extranjera que controlaba su recurso más preciado: el Canal.
Finalmente, Jorge Eduardo Rojas nos ofrece una visión más contextualizada, menos cargada de juicio moral, y más apegada a la lógica de la geopolítica. Rojas no niega las desventajas para Panamá, pero entiende el tratado como una consecuencia de las presiones y los intereses de la época. En ese momento, las grandes potencias, como Estados Unidos, no negociaban con las naciones pequeñas como iguales, sino que las integraban a su lógica expansiva y pragmática. Para Rojas, lo que ocurrió en 1903 fue un acuerdo obligado por la necesidad y los intereses de ambas partes: por un lado, el deseo de Panamá de librarse de Colombia, y por el otro, el deseo de Estados Unidos de garantizar su influencia en la región. La soberanía, para él, es siempre un bien relativo, condicionado por las circunstancias internacionales y las fuerzas que lo moldean.
Así, al reunir las voces de estos historiadores, una cosa queda clara: el Tratado Hay-Bunau-Varilla no fue solo un tratado. Fue el momento en el que la historia de Panamá y la de Estados Unidos se entrelazaron de forma definitiva, un acto de independencia que fue, al mismo tiempo, un acto de sumisión, una promesa de libertad que, por mucho tiempo, estuvo encadenada a la voluntad de una potencia extranjera. En última instancia, los historiadores coinciden en una conclusión ineludible: aunque su firma fue un hito en la historia de Panamá, también fue un punto de quiebre en las relaciones de poder que definirían el destino del país durante el siglo XX.
De la soberanía perdida a la independencia
La independencia de Panamá, formalmente proclamada en 1903, fue en realidad una cuestión a medias, una proclamación cuya concreción se demoró por décadas. Como bien apunta Jorge Eduardo Rojas en The Panama Canal: A Centennial Perspective, la lucha por la soberanía de Panamá no terminó con la firma de su independencia, sino que comenzó allí, en un contexto donde la nueva nación se encontraba bajo la sombra de un gigante: Estados Unidos. El Canal de Panamá, esa monumental obra de ingeniería que cruzó el país de un océano a otro, se convirtió en el símbolo de una soberanía cuestionada y de una lucha por el control del destino propio. Durante gran parte del siglo XX, Panamá vivió una relación de subordinación que trascendió lo político, transformándose en un doloroso recordatorio de que la libertad es algo más que una simple declaración escrita en un tratado.
Rojas, como buen historiador, habría observado que el Canal no solo era una vía de tránsito, sino también el campo de batalla donde se libraba la lucha por la verdadera independencia panameña. Para muchos, el Canal representaba una concesión permanente de la soberanía panameña a Estados Unidos. El país más cercano, el más grande, el más poderoso, no solo había ayudado a la independencia de Panamá de Colombia, sino que había intervenido directamente en los asuntos internos del país, manejando sus recursos más estratégicos. Como Rojas señala, «el Canal de Panamá no solo era un crisol de comercio, sino también el campo de batalla donde se libraba la lucha de Panamá por la verdadera independencia».
A lo largo del siglo XX, el Canal de Panamá se transformó en un símbolo complejo. No solo representaba lo que Panamá había perdido, sino también lo que aún podía recuperar. Durante las décadas de 1950 y 1960, cuando Panamá vivía profundos movimientos nacionalistas, el Canal se convirtió en el centro de la lucha por la autonomía. Durante años, la presencia de Estados Unidos sobre el Canal representaba una herida abierta, un recordatorio de que, aunque Panamá se había declarado independiente, sus decisiones seguían siendo tomadas desde Washington. Así, el Canal, más que una infraestructura geopolítica, se erigió como el pilar central de la identidad nacional panameña.
El Tratado Torrijos-Carter de 1977, con la promesa de una restitución gradual del Canal a Panamá, marcó un punto de inflexión crucial. A partir de allí, la soberanía panameña pasó de ser una mera aspiración a una realidad palpable, culminando en 1999 con la transferencia total del Canal. Como bien observa Rojas, «la soberanía panameña, alcanzada finalmente con la restitución del Canal, marcó el fin de una era de sumisión y el inicio de una nación capaz de decidir su propio destino». Lo que parecía ser una lucha interminable por el control del Canal, y por tanto, por la autonomía de Panamá, terminó por consolidar la nación en su conjunto, y el país comenzó a definir su futuro sin las sombras de la intervención extranjera.
La historia de las relaciones entre Panamá y Estados Unidos, particularmente alrededor del Canal, es un ejemplo paradigmático de las alianzas asimétricas que caracterizan las relaciones internacionales, esas relaciones desiguales que son tan comunes como dolorosas. En su obra «Panamá y los Estados Unidos: el fin de la alianza», Richard D. Maass no solo narra el final de esa relación unilateral, sino que traza la metamorfosis de la geopolítica panameña desde la sumisión hacia la autonomía. Los Tratados Torrijos-Carter de 1977 no solo marcaron un quiebre en la relación diplomática, sino que también alteraron la percepción misma de lo que significaba ser panameño en el contexto global. El Canal, esa franja de tierra que unía océanos pero también dividía intereses, se convirtió en el eje de la lucha por la independencia.
La historia comienza, sin embargo, con la firma del Tratado Hay-Bunau-Varilla en 1903, un acuerdo que resulta manifiestamente injusto. Panamá, un país recién independizado, firmó un tratado con Estados Unidos bajo una presión política y militar que dejaba poco espacio para la soberanía. En ese momento, la promesa de prosperidad gracias a la construcción del Canal —un proyecto que se visualizaba como la conexión definitiva entre dos océanos y un hito en el comercio mundial— ocultaba la cruda realidad de un país que cedía su territorio a un poder extranjero. Estados Unidos no solo obtuvo la propiedad de la Zona del Canal, sino que, a través de ese enclave, consolidó una forma de poder que trascendía lo económico, erigiéndose como un símbolo de dominación sobre la región.
Sin embargo, esa relación asimétrica fue también el escenario de una creciente resistencia. Como explica Maass, las tensiones dentro de Panamá no tardaron en emerger. Lo que podría haber sido un acto de subordinación pasiva se transformó en una lucha constante por recuperar la autonomía. A medida que avanzaba el siglo XX, el descontento social crecía, alimentado por un profundo sentimiento nacionalista que encontraba eco en cada rincón del país. En este contexto, el Canal no solo representaba una arteria vital para la economía global, sino también un recordatorio constante de la injerencia estadounidense en la soberanía panameña.
La Guerra Fría, como es de esperar en la historia de las relaciones entre Estados Unidos y los países latinoamericanos, intensificó esta situación. La presencia militar estadounidense en Panamá, justificada por la necesidad de mantener un control estratégico en un mundo dividido entre bloques, demostró hasta qué punto el Canal no era solo una obra de ingeniería, sino una pieza clave en el ajedrez geopolítico global. No obstante, la década de 1960 y 1970, bajo el liderazgo de Omar Torrijos, marcó un cambio significativo. Torrijos, líder carismático y militar, comprendió que la soberanía de Panamá no se podía negociar; debía ser recuperada. No solo fue un estratega político, sino también un símbolo de una generación que luchaba por romper las cadenas de la influencia estadounidense.
La firma de los Tratados Torrijos-Carter en 1977 representó un giro fundamental en la relación entre ambos países. No fue el resultado de un capricho ni una concesión unilateral de Estados Unidos, sino el fruto de años de presión social, diplomacia intensiva y un cambio de mentalidad. El Tratado otorgaba a Panamá la soberanía plena sobre el Canal, con una fecha de transferencia que se concretó en 1999. Para Panamá, fue una victoria histórica, pero no exenta de dilemas internos. La transferencia del Canal implicaba una serie de concesiones y compromisos con Estados Unidos, lo que hizo que algunos sectores de la sociedad panameña se sintieran insatisfechos. Sin embargo, el Tratado no solo significó la recuperación del control territorial, sino también el reconocimiento de Panamá como una nación soberana y respetada en la arena internacional.
Así, el Canal de Panamá dejó de ser simplemente un canal para convertirse en el símbolo de una lucha prolongada por la independencia, una lucha que, finalmente, culminó en la afirmación de un país que había logrado recuperar su soberanía, y con ella, su identidad nacional.
El fin de una era: soberanía, cooperación y redefinición de poder
La reacción de Estados Unidos fue, por supuesto, ambigua. Mientras en Panamá la firma del Tratado fue celebrada como el fin de una era de intervención extranjera, en Estados Unidos la noticia no fue recibida con el mismo entusiasmo. La transferencia del Canal fue vista por muchos como una pérdida estratégica, una rendición ante las presiones externas e internas, especialmente en un contexto de Guerra Fría en el que el control de los puntos neurálgicos del mundo seguía siendo crucial para la política exterior estadounidense.
El legado de este cambio, sin embargo, no se limita a la política bilateral de la época. La transferencia del Canal de Panamá en 1999 no solo consolidó la soberanía de Panamá, sino que también marcó el fin de una era de intervencionismo estadounidense en América Latina. Al mismo tiempo, representó un cambio en la relación entre los dos países. En lugar de una relación de subordinación, comenzó a gestarse una cooperación más equilibrada, basada en intereses mutuos y en un respeto renovado por la autonomía de Panamá. El Canal dejó de ser un símbolo de dominio para convertirse en un símbolo de independencia.
Maass no se limita a describir el proceso de negociación y su impacto inmediato. Su obra reflexiona sobre el significado de este cambio para la identidad panameña y para el papel de Estados Unidos en el hemisferio occidental. Lo que estaba en juego en la firma de los Tratados Torrijos-Carter no era solo el control de una vía interoceánica, sino el poder de un país sobre otro, la capacidad de un gobierno para imponer sus intereses sobre el de otro. Y, más allá de la política internacional, lo que se jugaba en esta disputa era la dignidad de una nación que, durante décadas, vivió bajo la sombra de una potencia extranjera.
Al final, la obra de Maass no solo analiza el fin de una alianza desigual, sino también la compleja transición hacia un nuevo equilibrio de poder. En esa transición, no solo estuvo en juego el destino del Canal de Panamá, sino también la redefinición de las relaciones en América Latina y el papel de Estados Unidos en el mundo post-Guerra Fría. La obra, entonces, no es solo un relato de tratados y negociaciones, sino también una reflexión sobre los límites del poder, sobre la historia de los pueblos que luchan por su independencia, y sobre la capacidad de una nación para reescribir su futuro.