La legitimidad del poder es el fundamento de la libertad, la justicia, el derecho, el bien común. Por el contrario, la ilegitimidad siempre conduce al despotismo y la depredación. En especial cuando ésta es crasa y notoria.
Un poder ilegítimo sólo se sostiene en fraudes y fusiles. ¿Acaso habrá un abismo más siniestro en la vida de un pueblo?
Si la ilegitimidad proviene de fraudes colosales, ya no se puede aceptar desde el campo democrático. Hacerlo sería ser cómplice de la ilegitimidad y de todas sus atrocidades.
Y entre el variado repertorio de las referidas atrocidades está la instigación de la violencia y la represión. La corrupción desenfrenada. El abandono de las condiciones sociales de la población. El desprecio por los derechos humanos. Y pare usted de contar el horror de ese abismo.
Sin legitimidad de origen y de desempeño, el poder se convierte en un turbomotor de la destrucción nacional. Eso se sabe bien dentro y fuera del país, entre civiles y militares, en todos los sectores de una nación encadenada por la ilegitimidad y sus secuelas. Y si se sabe bien, hay que hacer valer la verdad.