“Hermano, ¿tú sabes dónde queda el refugio?”. Enrique González, de 29 años, empuja una maleta de rueditas y sostiene una bandera de Venezuela con las manos agarrotadas, mientras apura el paso y guía una expedición junto a su hermano José y otros dos compatriotas para encontrar un sitio donde dormir. El termómetro marca cuatro grados bajo cero en Chicago. El grupo pasó la noche en una estación de policía, pero les dijeron que solo podían quedarse por unas horas y después tendrían que buscarse la vida. Encontrar un techo, aunque sea de forma temporal, es crucial. La tierra prometida está un par de calles más adelante. El albergue del barrio de Pilsen es un viejo edificio de ladrillos, con seis plantas y la entrada cubierta de lámina gris. Es el más grande de la ciudad. Más de 2.300 personas llegaron a vivir ahí en el pico de la crisis migratoria, pero esta semana solo tiene capacidad para 200. “Está todo full, es lo último que nos queda”, cuenta González, mientras se aferra a sus cosas y al buen humor para mantener intactas sus esperanzas.
Por El País
En pleno enfrentamiento con Greg Abbott, gobernador de Texas y símbolo del sentimiento antiinmigrante de los republicanos, cientos y cientos de autobuses llenos de migrantes, refugiados y solicitantes de asilo fueron enviados desde el Estado fronterizo hacia Chicago y otras ciudades santuario para desafiar su política de puertas abiertas. Desde agosto de 2022, la ciudad recibió a más de 51.000 recién llegados, principalmente venezolanos, según cifras oficiales. “Nos hemos defendido y demostrado al mundo lo hospitalarios que podemos ser”, declaró el alcalde demócrata, Brandon Johnson, en octubre pasado.
A dos años del pleito migratorio, la tercera metrópoli más poblada de Estados Unidos evidenció el desgaste y reconoció que ya no podía garantizar una cama para todos. Johnson anunció en los últimos meses el cierre de decenas de refugios y la integración de un nuevo sistema de acogida, con solo cinco centros abiertos. Desde diciembre, ya no existen más los sitios exclusivos para migrantes y ahora tienen que compartir los lugares con las personas sin hogar, bajo el argumento de los costos elevados, la ausencia de apoyo federal y la caída de los flujos por el invierno. Antes, Johnson tanteó otras soluciones, como alojar a los migrantes bajo enormes carpas y tiendas a la intemperie, que resultaron inviables por las temperaturas extremas y le valieron severas críticas. En enero y febrero, las mínimas récord han rondado los 30 grados bajo cero.
Con el nuevo arreglo se han reducido las opciones de la comunidad migrante. Alejandra Sierra recorre las calles vacías para recolectar cartón y otros materiales reciclables en los contenedores de basura. “Me quedé sin empleo y ya no tengo para pagar el arriendo [alquiler], nos cobran 1.500 dólares al mes y el casero está a punto de sacarnos”, explica la venezolana de 30 años.
Sierra y su esposo buscan desesperadamente fuentes de ingresos para sus cinco hijos. Su marido se ha quedado en un semáforo para pedir dinero y cuidar a la más pequeña, que tiene apenas tres años y se refugia del frío en su carriola. “Nadie nos apoya”, se queja Reinaldo, su hijo mayor. “Fuimos al albergue, pero nos dijeron que ya no había espacio para todos nosotros”, cuenta su madre, antes de desaparecer en un callejón. Después de cuatro meses en Estados Unidos, la familia ya piensa en regresar a Caracas. Otros se han resignado a vivir bajo puentes, áreas comunes de los aeropuertos o en campamentos improvisados en las calles.
Xóchitl Bada, académica de la Universidad de Illinois en Chicago, explica que los venezolanos tienen menos redes de apoyo que otras comunidades más arraigadas y se ven obligados a competir entre ellos por los empleos peor pagados y costosos alquileres en el centro de la ciudad. “Es una lógica caníbal por la ausencia de políticas públicas para encontrarles un espacio dónde vivir y trabajar en otras partes de la mancha urbana”, afirma.
Pese a las dificultades que enfrentan, han crecido las tensiones con otros inmigrantes latinos que reclaman que las autoridades estadounidenses “les han puesto todo en bandeja de plata” —albergues, permisos de trabajo y beneficios sociales— y que a ellos “nadie les regaló nada”. El sentimiento antivenezolano se agrava en una sociedad donde la mitad de las personas considera la mala situación de la economía como el mayor problema que enfrentan, según la cadena CBS. La realidad, señala Bada, es que la mayoría recibe permisos y amnistías temporales mientras tramitan el asilo y a menudo, los apoyos no son suficientes para darles un empujón para mantenerse de manera permanente por sí mismos.
“He estado en cuatro refugios diferentes”, cuenta Jesús Gómez, de 20 años. “Ayudan mucho, nos dan comida, lo básico, pero no es lo que uno quiere tener; soy un muchacho y sé de lo que soy capaz, pero no me han dado mi permiso de trabajo ni mis papeles y no dejo de pensar en todo el tiempo perdido”, cuenta el joven. Frustrado después de un año en la ciudad, ha regresado al albergue de Pilsen.
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